Lo que pasa en Venezuela tenía que llegar y llegó, así
sea que todavía falte lo peor. Por desgracia.
El castrochavismo será recordado como autor de un
milagro económico a la inversa, de los que se registran tan pocos en el devenir
de los pueblos. Convertir en país miserable el más rico de América no es hazaña
de todos los días. Habiendo tanta pobreza en tantas partes, en pocas tiene que
pelear la gente, a dentelladas, por una bolsa de leche, por una libra de harina
o por un pedazo de carne.
Convertir en despojos una de las más organizadas,
pujantes y serias empresas petroleras del mundo no es cualquier tontería.
Llevar a la insolvencia una nación ante las líneas aéreas, los proveedores
comerciales y los que suministran material quirúrgico y hospitalario no es cosa
que se vea cualquier día. Y arruinar al tiempo el campo y la industria, el
comercio y los servicios, la generación eléctrica, la ingeniería, la banca y
las comunicaciones es tarea muy dura, cuando se recuerda que la sufre el país
que tiene las mayores reservas petroleras del mundo.
En esa frenética carrera hacia el desastre, el
gobierno castrochavista tuvo que proceder a la eliminación paulatina de todas
las libertades, al sacrificio del pensamiento y la conciencia, a la ruina de
las instituciones, del periodismo, de los partidos, de la universidad, de los
gremios, de los sindicatos. Pues todo se ha cumplido tras el designio
implacable de los ancianos inspiradores del sistema, Fidel y Raúl Castro, que
una vez más han demostrado su audacia, su carencia total de consideración y
respeto por los valores más caros de la especie humana, pero también su falta
absoluta de talento. Llevar a Venezuela a la ruina total es matar su propia
fuente de subsistencia. Y es lo que han hecho, moviendo los resortes del
fanatismo más imbécil, de los odios más cerriles, de los desquites más torpes.
Nicolás Maduro tiene la inteligencia y el tacto
político que exhibe en cualquiera de sus discursos. Pero al fin de cuentas es
un pobre rehén de los intereses inconfesables de la clase corrupta que ha
llevado a Venezuela a su perdición. Si ese títere fuera libre, hasta de sus
menguadas condiciones de estadista pudiera esperarse algún acto de
rectificación, algún gesto de apaciguamiento, alguna voluntad de comprender el
desastre y de corregirlo. Pero Maduro es el primer esclavo de las pasiones
atroces que dominan en Venezuela. Los saqueadores de esa gran nación no están
dispuestos a que nadie ensaye el menor examen de su conducta. En los antros del
delito se pierde todo, empezando por el pudor.
El régimen de Venezuela se va a caer, porque se tiene
que caer. No podría subsistir sino amordazando totalmente al pueblo, imponiendo
cartillas de racionamiento, levantando un paredón, como el del Che Guevara en
La Cabaña. Y no están dadas las condiciones para que el mundo soporte estas
afrentas. Con una Cuba le basta a América.
El pueblo está en las calles, dispuesto a hacerse
matar. Y lo están matando. La juventud estudiantil, que sabe cerrados los
caminos del porvenir, le apuesta a cualquier cosa, menos al continuismo
cobarde. Los empresarios lo perdieron todo hace rato. No tienen cuentas para
hacer. Y los paniaguados del sistema ven con horror que el sistema ya no tiene
mercados para comprar sus conciencias.
Y ante esta catástrofe, el presidente Santos no ofrece
más que su silencio perplejo. Porque, si sigue ofendiendo a ese pueblo, tendrá
un enemigo formidable. Y si ofende a Maduro, se le cae el proceso de paz. Esa
es la consecuencia del primero de sus actos torpes, el de tomar por nuevo mejor
amigo a un tirano despreciable. Y el de montar un proceso que llama de paz
sobre los hombros caducos de unos patriarcas en su ocaso.
Fernando Londoño Hoyos
@FlondonoHoyos
El Tiempo, Bogotá
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