lunes, 20 de mayo de 2019

GINA MONTANER, EL MÉRITO DE ASPIRAR A UNA VIDA MEJOR

El presidente Donald Trump ha presentado nuevamente un proyecto de reforma migratoria que, según todos los indicios, puede chocar contra un muro de contención por parte de la bancada demócrata más infranqueable que el propio muro que el mandatario quiere reforzar a lo largo de la frontera con México.

Dejando a un lado la posibilidad de resolver el estatus de los Dreamers, grupo compuesto por inmigrantes que llegaron de manera ilegal a Estados Unidos junto a sus padres cuando eran menores, el presidente ha reforzado su propuesta de campaña con el propósito de reducir al máximo la inmigración legal. También ha enfatizado su interés en aumentar el número de inmigrantes que podrían ingresar gracias a méritos de formación profesional, y su vez disminuir la cantidad de personas que pueden entrar al país por medio de reclamaciones de familiares ya establecidos en territorio estadounidense.

Se trata de un deseo que Trump ha manifestado desde el principio, sin ocultar, en sus propias palabras, lo mucho que le complacería darles la bienvenida a extranjeros provenientes del norte de Europa; declaraciones que han contrastado con comentarios peyorativos que ha hecho de México, Haití, El Salvador o países africanos que cuentan con un buen número de nacionales que han emigrado a Estados Unidos en busca de oportunidades laborales.

Digamos que la administración Trump, que en materia de política migratoria sigue las directrices del yerno del presidente, Jared Kushner, y del asesor Stephen Miller, quiere apartarse de la vieja tradición de hacer de la nación americana un hogar abierto a inmigrantes de todas partes del mundo que han escapado de guerras, persecuciones, hambrunas o necesidades.

No en balde, el lema que más había resonado hasta ahora era el de “El sueño americano” y no el excluyente “América primero”, que pretende hacer saltar por los aires los puentes que han traído hasta esta orilla éxodos humanos que han contribuido a la diversidad, la riqueza, el empuje y también la complejidad que conlleva el arcoíris de una sociedad homogénea.

No deja de ser sorprendente que, a la hora de minimizar la importancia de la reunificación familiar entre inmigrantes, de algún modo el presidente socava el valor de su propia historia personal, al menos por parte de la rama materna. Su madre, Mary Ann MacLeod Trump, llegó a los Estados Unidos a los 18 años recién cumplidos a bordo del barco Transylvania. Era la década de los 30 del siglo pasado y la joven huía del hambre y la pobreza extrema que azotaban su país natal, Escocia.

Nacida en un hogar muy humilde y sin apenas estudios, la que luego sería la madre del presidente número 45 que ocuparía la Casa Blanca, pudo desembarcar en el puerto de Nueva York gracias a la reclamación de hermanas suyas que habían llegado antes en calidad de inmigrantes por razones económicas. Al igual que ellas, los primeros años la muchacha se ganó la vida como empleada doméstica en casas de familias adineradas. Su suerte cambiaría al conocer al padre de Trump, un empresario acomodado también de ascendencia europea.

Mary Ann MacLeod Trump tuvo la fortuna de ser acogida en Estados Unidos por medio de una reunificación familiar que le permitió escapar de la pobreza abyecta en su país. A pesar de no tener títulos universitarios ni galardones de los que presumir, fue capaz de abrirse camino y contribuir, como tantos otros inmigrantes, a la grandeza de una nación cuya identidad se ha forjado en la pluralidad.

No hay mayor mérito que el de aspirar a una vida mejor. Tengo la certeza de que ningún muro habría detenido a aquella chica que guardó como un tesoro su visa número 26698 antes de divisar la estatua de la Libertad tras una larga travesía que comenzó en Glasgow.

Gina Montaner.
@ginamontaner

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