domingo, 26 de enero de 2020

OFELIA AVELLA: BAJO TIERRA

En la maravillosa Biografía sobre Juan Pablo II. Testigo de esperanza, escrita por George Weigel, las minas de sal en Wieliczka constituyen para el autor “una metáfora del carácter especial del catolicismo polaco y de su relación con la historia nacional”. Muchos metros bajo tierra hay una famosa capilla construida por mineros de honda piedad, que asemeja “un diamante iluminado por el sol” cuando las velas están encendidas. Por encima, en la superficie, se extiende “la ruta natural de invasión desde este y oeste en que los maleantes causarían estragos durante siglos”.

Esta capilla, metáfora de Polonia, acoge “el latiente corazón de una gran cultura espiritual, que a menudo careciera de lo que el mundo reconoce como poder”. Así, pues, mientras en lo profundo de la tierra una capilla invitó a muchos hombres a volcarse hacia adentro para rastrear lo que había de eterno en ellos, en la superficie acontecían múltiples sucesos que parecen siempre constituir la única realidad y la única historia.

El artículo que escribió el profesor Elías Pino el domingo pasado, «¿Una iglesia militante?», me ayudó a conectar mis inquietudes con las que voy viendo que tienen otros y como pienso que hay providencia y no casualidad, me atrevo hoy a poner de manifiesto mi convencimiento de que la experiencia polaca puede ayudarnos a comprendernos como nación. Puede, al menos, inspirarnos, al conocer de dónde sacó fuerzas esa nación tan distinta, ciertamente, a nosotros.

Si hago alusión a la metáfora de la capilla de Wieliczka es porque pienso que a las situaciones subyace una dimensión que no presencian nuestros ojos físicos y que, sin embargo, actúa con una fuerza inmensa, pues siempre, en toda nación y en toda circunstancia, la condición para dar fruto es excavar la tierra donde se va a sembrar y allí, en medio de la oscuridad, el espíritu se expande al crecer hacia adentro, alimentado por el sacrificio. Las semillas crecen bajo tierra. Nunca en la superficie. Así en el alma: las crisis obligan a madurar y agudizan la capacidad reflexiva. Por momentos, sin duda, pueden abatir, pero la percepción de que todo tiene una razón de ser impulsa a seguir buscando hasta encontrar la vía que lleva a superar las dificultades.

Pero hablemos de Polonia y de su “Iglesia militante”: se trataba de una comunidad consciente de “la naturaleza efímera de los regímenes políticos”. Esta Iglesia (conformada por pastores, religiosos y laicos) empezó a intuir “que su posición se había visto fortalecida por sus enemigos mortales, Hitler y Stalin. Los sacrificios y el heroísmo de su clero durante la ocupación nazi le habían otorgado enorme credibilidad moral. Stalin, al «desplazar» Polonia hacia el oeste en el mapa de Europa, había creado la Polonia más polaca y católica de la historia nacional”. La Iglesia supo sobrevivir y resistir. Y a Wojtyla, en concreto, como a tantos otros, “el sacerdocio se le antojaría como un modo de vivir en actitud de resistencia ante la degradación de la dignidad humana perpetrada por una ideología brutal”.

Su reflexión giró en torno a la crisis del humanismo, pues tanta destrucción no podía deberse sino a una visión del hombre que no se correspondía con las exigencias de una naturaleza que tendía a ser libre y aspiraba, en el fondo, a la trascendencia. Así, pues, viendo la historia desde arriba, desde los ojos de Dios, Lenin resultó ser uno de los “promotores” de la KUL (Universidad Católica de Lublin), pues permitió al fundador, Idzi Radziszewski, “llevarse de vuelta a Polonia la biblioteca y el equipo de la Academia Polaca de Teología de Petrogrado cuando el sacerdote trataba de poner en marcha la KUL”.

Los comunistas subestimaron el trabajo de pensamiento en la KUL, cuyos filósofos tenían muy claro el objetivo: ahondar en lo que era el hombre, la persona humana creada y dotada de un alma individual y de una libertad que el mismo Dios, contrariamente a los regímenes totalitarios, respeta. Los resultados de la KUL fueron relevantes y de alto impacto en todos los órdenes de la vida, incluyendo el político.

Ante una ideología que diluía al hombre en la masa y pretendía disociarlo de su propia intimidad, los polacos supieron “construir” una visión que promovió el acompañamiento de las personas llevándolas a la comunión con sus semejantes. La tentación era ceder ante un poder que pretendía el dominio moral sobre la nación; y en esto no se podía transigir, porque el ser humano nació para vivir en libertad. Esto quedó en evidencia en la misma dinámica del proceso polaco: las leyes de la historia, esas que afirman que tras la lucha de clases deviene necesariamente la dictadura del proletariado, demostraron, en Polonia, no ser absolutas. Allí hubo resistencia y enfrentamientos, pero no lucha de clases. Por el contrario, la sociedad vio nacer al movimiento Solidaridad que, promovido por esa clase que el marxismo concibe como el proletariado, llevó al país a transitar a la libertad.

Hablemos ahora de nosotros: un día escuché decir al profesor Carrera Damas que la Iglesia, en Venezuela, ha hecho –a su juicio-, el mejor diagnóstico de la naturaleza de nuestros problemas y de las condiciones de nuestra sociedad. Pienso que esta asertividad se debe no a su imparcialidad política manifiesta, sino al hecho de que ella sabe bien qué es el hombre y a qué está llamado. Se espera que la Iglesia esté allí por el hombre y para el hombre. Pienso que su abierta postura de invitarnos a volcarnos hacia adentro y reconocernos como somos, siempre necesitados de salvación y de una más profunda conversión, se traduce en una mayor claridad para comprender e interpretar tantas vidas “atrapadas en una gran obra dramática de pecado y redención”, en palabras de Weigel (como todo lo que está entre comillas). La valentía de nuestros obispos; la toma de conciencia de la gravedad de la situación por parte de la “Iglesia militante” (como dice Elías Pino), así como la prolongada purificación de una fe, de una esperanza y de un amor que se han acrisolado en muchos venezolanos, son signos que sugieren que el camino pasa primordialmente por la reforma interior de cada uno de nosotros.

Pienso que los pueblos, como las personas, viven sus procesos de purificación, sus noches oscuras del alma, que son ocasión para ascender a niveles de vida más elevados a lo largo de este largo camino de la vida. Esa es la lección que podemos aprender de los polacos: ellos supieron luchar, sufrir y orar con profundidad. Propiciaron una renovación cultural y una unidad nacional muy honda, de gran trascendencia. Supieron pensar en sus problemas con tenacidad y morir a sí mismos en sus egos internos. Aprendieron a trabajar juntos, renovándose ante todo cada uno en su intimidad. Fueron espirituales y dieron fruto.

Pensemos: ¿hacia dónde pueden estar llevándonos nuestros Stalin(s) y Hitler(s)? ¿Qué puede estar propiciando nuestro correspondiente Lenin sin imaginarlo? ¿Qué requerimientos nos hacen a cada uno las circunstancias, de modo que podamos servir al país con los talentos que tenemos?

Ofelia Avella
ofeliavella@gmail.com
@ofeliavella
@ElNacionalWeb

No hay comentarios:

Publicar un comentario