martes, 12 de abril de 2016

VÍCTOR MALDONADO C., TRASGRESIONES

En las democracias el poder está regulado por las normas y no al contrario. La primera trasgresión a este principio ocurre cuando la dignidad y la libertad humana se subordinan a la voluntad arbitraria de cualquier tipo de personalismo. Por esa razón, ya en el temprano siglo XV, Nicolás de Cusa atinó al decir que “Libre es el hombre que no obedece a los otros hombres, sino a las leyes”. No hay despotismo que produzca buenos resultados, muy a pesar de que los venezolanos anden buscando afanosamente el nuevo salvador providencialista que resuelva la actual situación. Ese redentor político no existe. Es un mito de la trasgresión, que pretende tomar atajos que nunca han llevado a ningún lado. Intentando la inconveniente trocha olvidamos que solamente el imperio de normas abstractas e impersonales garantizan un orden digno, cierto y seguro.

Cuando la ordenación jurídica es penetrada por la corrupción todo el estado de derecho se degrada y las leyes dejan de garantizar libertad y justicia. La segunda trasgresión es el populismo, que siempre encubre una jugada tramposa asociada a la acumulación del poder y a la perversión de la verdad. Para que impere la ley estas tienen que buenas, eficaces y garantes de la libertad humana. No es nuestro caso. Hay una infracción originaria que se expresa en el desbalance que hay entre un estado demasiado grande y una sociedad demasiado débil. En el medio medra un gobierno sin compromisos diferentes a su propia manutención, incapaz de diseñar sus propios límites y obscenamente concentrado en aplastar cualquier competencia. Estos gobiernos son capaces de todo, incluso de negar sendas al futuro y de entregarnos a un presente pavoroso, cuyo eufemismo más reciente es el cubano “período económico especial”, paso previo a la tenebrosa dictadura del proletariado. Lo trágico es que aquí se quiere imponer la versión venezolana.

Las leyes venezolanas, eso que se podría comprender como la legislación del socialismo del siglo XXI, han deteriorado la convivencia social y posibilitado grados increíbles de impunidad. Una situación de abuso que entre todos hemos contribuido a edificar, porque malandro tiene muchas mutaciones, todas ellas expresiones del aprovechamiento trasgresor. Ese arquetipo nefasto se recrea en la lógica siniestra de la infracción constante a la que todos parecemos potencialmente dispuestos, y en relación con la cual, todos tenemos argumentos para justificar. Empero, el daño a las posibilidades de convivencia y orden social es muy grave. Los venezolanos dicen que “las leyes están para violarlas” y que “el que hace la ley inventa la trampa”.  Nuestras leyes son de muy mala calidad y pésimo enfoque, pero la situación se empeora porque cada quien interpreta la ley sobre la base de un par dicotómico de interrogantes: “¿la puedo o la pueden imponer? - ¿la puedo o la pueden incumplir?”  Con eso se abre el boquete hacia la corrupción institucionalizada cuya consecuencia es la imposibilidad de construir bienestar.

La armonía social se transforma en anomia cuando ese cálculo alrededor de la ley es esencialmente personal y circunstancial. Así es como argumentamos el incumplimiento contingente de las normas de tránsito, tal vez la presencia más elemental del estado entre nosotros. Los que tienen chofer, escoltas y caravanas de seguridad parecen eximidos de su cumplimiento, imponiendo a su paso una relación de abuso. Otra versión cotidiana y policlasista de la trasgresión son las motos que cargan, por ejemplo, dos niños y dos adultos, mostrando cuan irrelevantes pueden ser los límites para los venezolanos. Todos sufrimos las consecuencias de una sociedad donde hay una indisposición masiva a cumplir la ley. Para nosotros la ley es para los otros. De allí que no deba extrañarnos que nuestras ciudades se hayan convertido en territorios que se pelean bandas de maleantes muy violentos, ante la incapacidad manifiesta del gobierno y la mirada atónita de los ciudadanos. Porque el mensaje que compartimos entre nosotros está claro: la ley es la voluntad del más fuerte. La fuerza se legitima a sí misma.

En otro plano de la misma geometría del autoritarismo delictuoso se tienen que analizar los coqueteos con los desplantes constitucionales y el desconocimiento a los poderes públicos.  La trasgresión puede ser tan ocurrente y puede llegar a tener heraldos tan extravagantes como Hernán Escarrá quien acaba de declarar que el presidente puede “decretar” una enmienda constitucional para reducir el período de la Asamblea Nacional a sesenta días. ¿Por qué se siente Escarrá capaz de afirmar semejante exabrupto? Mao decía que el poder nace de la boca de un fusil. Uno podría agregar que también del debido acompañamiento que al fusil le hacen los jurisconsultos de la ignominia. Dicho de otra forma, todo sistema trasgresor se hace acompañar de la debida argumentación justificadora.

El gobierno dilapida todo su poder residual en dos cosas: sobrevivir y aniquilar sus posibles competidores. Los resultados pueden ser la tierra arrasada donde nadie puede esperar ganancia. El resto de la realidad experimenta otras circunstancias. No vivimos el monopolio de la violencia legítima, propia de los estados modernos, sino el caos del crimen que se siente imbatible. Somos espectadores de la paradoja de un gobierno que habla como si tuviera fuerza pero que en realidad es la sumatoria de todas sus debilidades. No tiene suficiente poder para hacer valer las normas, ni siquiera usando el último recurso de la fuerza. La consecuencia es que no hay derecho. Vivimos al margen y sofocados por una retórica que se contradice constantemente con los hechos. El gobierno se consume en el esfuerzo inútil del paso de los días, mientras los ciudadanos vivimos la indefensión frente al caos provocado por tanta insensatez transformada en ideología.

Algunos dirán, y con razón, que este régimen se ha caracterizado por una constante exhibición de su capacidad de represión. Es cierto, pero los regímenes autoritarios son antagónicos al estado de derecho. Reprimen invocando la ley, pero al margen de sus principios. Se revisten de una legalidad a la altura de sus intereses, pero son absolutamente refractarios a garantizar vida, propiedad y libertades. Con esas premisas practican la tercera trasgresión, el control social y económico, y sus mellizos, la burocratización de todos los aspectos de la vida social y el capitalismo de estado. Como no entienden el funcionamiento de las sociedades modernas intentan aplicar medidas punitivas y primitivas que solo logran descontrolar las instituciones de la democracia y el sistema de mercado, envileciendo por esa vía la vida cotidiana de las personas. Por eso mismo el esfuerzo alternativo no debería tratar de mejorar la ética y la eficiencia del “controlismo” sino de abatirlo definitivamente.

John Stuart Mill afirmaba que la libertad era el derecho de forjar libremente la propia vida como se quiera mediante la producción de circunstancias en que los hombres puedan desarrollar su naturaleza tan variada y ricamente y, en caso de ser necesario, tan excéntricamente como sea posible. La única barrera a esa pretensión de libertad está formada por la necesidad de proteger a otros hombres respecto a los mismos derechos, o bien, de proteger la seguridad común de todos ellos. Ser libres es poder actuar sin barreras autoritarias. El socialismo no cree en esa libertad y por eso la quiere sustituir por la tutela del partido, el caudillo y el régimen. Ellos se pretenden mejores y más sabios. Ellos se imaginan más puros. Ellos desprecian al resto y los conciben como incapaces de velar por su propia felicidad. Ellos quieren administrarnos la felicidad al resto. Ellos logran la insatisfacción, el sufrimiento, el envilecimiento y el empobrecimiento de todos. Ellos son la más conspicua trasgresión de la libertad humana.

La esencia inmoral de la trasgresión es que agrede el derecho a la libertad en la misma medida que violenta cualquier posibilidad de convivencia. Porque convivir no es soportar el abuso, ni aguantar la arbitrariedad, ni sobrevivir al control, tampoco doblegarnos ante la escasez. Es otra cosa: realizarnos plenamente sin otro obstáculo que la necesidad de garantizarnos entre todos vida, propiedad, felicidad y trascendencia.

Víctor Maldonado C.
victormaldonadoc@gmail.com 
@vjmc

Caracas - Venezuela

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