En las democracias el
poder está regulado por las normas y no al contrario. La primera trasgresión a
este principio ocurre cuando la dignidad y la libertad humana se subordinan a
la voluntad arbitraria de cualquier tipo de personalismo. Por esa razón, ya en
el temprano siglo XV, Nicolás de Cusa atinó al decir que “Libre es el hombre
que no obedece a los otros hombres, sino a las leyes”. No hay despotismo que
produzca buenos resultados, muy a pesar de que los venezolanos anden buscando
afanosamente el nuevo salvador providencialista que resuelva la actual
situación. Ese redentor político no existe. Es un mito de la trasgresión, que
pretende tomar atajos que nunca han llevado a ningún lado. Intentando la
inconveniente trocha olvidamos que solamente el imperio de normas abstractas e
impersonales garantizan un orden digno, cierto y seguro.
Cuando la ordenación
jurídica es penetrada por la corrupción todo el estado de derecho se degrada y
las leyes dejan de garantizar libertad y justicia. La segunda trasgresión es el
populismo, que siempre encubre una jugada tramposa asociada a la acumulación
del poder y a la perversión de la verdad. Para que impere la ley estas tienen
que buenas, eficaces y garantes de la libertad humana. No es nuestro caso. Hay
una infracción originaria que se expresa en el desbalance que hay entre un
estado demasiado grande y una sociedad demasiado débil. En el medio medra un
gobierno sin compromisos diferentes a su propia manutención, incapaz de diseñar
sus propios límites y obscenamente concentrado en aplastar cualquier
competencia. Estos gobiernos son capaces de todo, incluso de negar sendas al
futuro y de entregarnos a un presente pavoroso, cuyo eufemismo más reciente es
el cubano “período económico especial”, paso previo a la tenebrosa dictadura
del proletariado. Lo trágico es que aquí se quiere imponer la versión
venezolana.
Las leyes
venezolanas, eso que se podría comprender como la legislación del socialismo
del siglo XXI, han deteriorado la convivencia social y posibilitado grados
increíbles de impunidad. Una situación de abuso que entre todos hemos
contribuido a edificar, porque malandro tiene muchas mutaciones, todas ellas
expresiones del aprovechamiento trasgresor. Ese arquetipo nefasto se recrea en
la lógica siniestra de la infracción constante a la que todos parecemos
potencialmente dispuestos, y en relación con la cual, todos tenemos argumentos
para justificar. Empero, el daño a las posibilidades de convivencia y orden
social es muy grave. Los venezolanos dicen que “las leyes están para violarlas”
y que “el que hace la ley inventa la trampa”.
Nuestras leyes son de muy mala calidad y pésimo enfoque, pero la
situación se empeora porque cada quien interpreta la ley sobre la base de un
par dicotómico de interrogantes: “¿la puedo o la pueden imponer? - ¿la puedo o
la pueden incumplir?” Con eso se abre el
boquete hacia la corrupción institucionalizada cuya consecuencia es la
imposibilidad de construir bienestar.
La armonía social se
transforma en anomia cuando ese cálculo alrededor de la ley es esencialmente
personal y circunstancial. Así es como argumentamos el incumplimiento
contingente de las normas de tránsito, tal vez la presencia más elemental del
estado entre nosotros. Los que tienen chofer, escoltas y caravanas de seguridad
parecen eximidos de su cumplimiento, imponiendo a su paso una relación de
abuso. Otra versión cotidiana y policlasista de la trasgresión son las motos
que cargan, por ejemplo, dos niños y dos adultos, mostrando cuan irrelevantes
pueden ser los límites para los venezolanos. Todos sufrimos las consecuencias
de una sociedad donde hay una indisposición masiva a cumplir la ley. Para
nosotros la ley es para los otros. De allí que no deba extrañarnos que nuestras
ciudades se hayan convertido en territorios que se pelean bandas de maleantes
muy violentos, ante la incapacidad manifiesta del gobierno y la mirada atónita
de los ciudadanos. Porque el mensaje que compartimos entre nosotros está claro:
la ley es la voluntad del más fuerte. La fuerza se legitima a sí misma.
En otro plano de la
misma geometría del autoritarismo delictuoso se tienen que analizar los
coqueteos con los desplantes constitucionales y el desconocimiento a los
poderes públicos. La trasgresión puede
ser tan ocurrente y puede llegar a tener heraldos tan extravagantes como Hernán
Escarrá quien acaba de declarar que el presidente puede “decretar” una enmienda
constitucional para reducir el período de la Asamblea Nacional a sesenta días.
¿Por qué se siente Escarrá capaz de afirmar semejante exabrupto? Mao decía que
el poder nace de la boca de un fusil. Uno podría agregar que también del debido
acompañamiento que al fusil le hacen los jurisconsultos de la ignominia. Dicho
de otra forma, todo sistema trasgresor se hace acompañar de la debida
argumentación justificadora.
El gobierno dilapida
todo su poder residual en dos cosas: sobrevivir y aniquilar sus posibles
competidores. Los resultados pueden ser la tierra arrasada donde nadie puede
esperar ganancia. El resto de la realidad experimenta otras circunstancias. No
vivimos el monopolio de la violencia legítima, propia de los estados modernos,
sino el caos del crimen que se siente imbatible. Somos espectadores de la
paradoja de un gobierno que habla como si tuviera fuerza pero que en realidad
es la sumatoria de todas sus debilidades. No tiene suficiente poder para hacer
valer las normas, ni siquiera usando el último recurso de la fuerza. La
consecuencia es que no hay derecho. Vivimos al margen y sofocados por una
retórica que se contradice constantemente con los hechos. El gobierno se
consume en el esfuerzo inútil del paso de los días, mientras los ciudadanos
vivimos la indefensión frente al caos provocado por tanta insensatez transformada
en ideología.
Algunos dirán, y con
razón, que este régimen se ha caracterizado por una constante exhibición de su
capacidad de represión. Es cierto, pero los regímenes autoritarios son
antagónicos al estado de derecho. Reprimen invocando la ley, pero al margen de
sus principios. Se revisten de una legalidad a la altura de sus intereses, pero
son absolutamente refractarios a garantizar vida, propiedad y libertades. Con
esas premisas practican la tercera trasgresión, el control social y económico,
y sus mellizos, la burocratización de todos los aspectos de la vida social y el
capitalismo de estado. Como no entienden el funcionamiento de las sociedades
modernas intentan aplicar medidas punitivas y primitivas que solo logran
descontrolar las instituciones de la democracia y el sistema de mercado,
envileciendo por esa vía la vida cotidiana de las personas. Por eso mismo el
esfuerzo alternativo no debería tratar de mejorar la ética y la eficiencia del
“controlismo” sino de abatirlo definitivamente.
John Stuart Mill
afirmaba que la libertad era el derecho de forjar libremente la propia vida
como se quiera mediante la producción de circunstancias en que los hombres
puedan desarrollar su naturaleza tan variada y ricamente y, en caso de ser
necesario, tan excéntricamente como sea posible. La única barrera a esa
pretensión de libertad está formada por la necesidad de proteger a otros
hombres respecto a los mismos derechos, o bien, de proteger la seguridad común
de todos ellos. Ser libres es poder actuar sin barreras autoritarias. El
socialismo no cree en esa libertad y por eso la quiere sustituir por la tutela
del partido, el caudillo y el régimen. Ellos se pretenden mejores y más sabios.
Ellos se imaginan más puros. Ellos desprecian al resto y los conciben como incapaces
de velar por su propia felicidad. Ellos quieren administrarnos la felicidad al
resto. Ellos logran la insatisfacción, el sufrimiento, el envilecimiento y el
empobrecimiento de todos. Ellos son la más conspicua trasgresión de la libertad
humana.
La esencia inmoral de
la trasgresión es que agrede el derecho a la libertad en la misma medida que
violenta cualquier posibilidad de convivencia. Porque convivir no es soportar
el abuso, ni aguantar la arbitrariedad, ni sobrevivir al control, tampoco
doblegarnos ante la escasez. Es otra cosa: realizarnos plenamente sin otro
obstáculo que la necesidad de garantizarnos entre todos vida, propiedad,
felicidad y trascendencia.
Víctor Maldonado C.
victormaldonadoc@gmail.com
@vjmc
Caracas - Venezuela
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