domingo, 11 de octubre de 2020

MIBELIS ACEVEDO DONÍS, RELOJES DETENIDOS

¿Cómo abordar el problema de la desintegración social, la reparación y defensa de la cultura democrática en contexto que conspira consistentemente contra ella? ¿Cuánto importa construir y mantener una identidad política mediante un proceso discursivo coherente, y proteger ese espacio de las distorsiones que introduce el ethos autoritario?

Los años de la Revolución de Octubre y su trienio dejan algunas lecciones al respecto. Se entretejen allí luces y sombras, sin duda. Un periodo abierto y cerrado por la siempre incierta vía de fuerza -el del 48 fue golpe ejecutado prácticamente por el mismo elenco militar que derrocó a Medina Angarita en el 45- cundió sin embargo en representaciones, símbolos, valores profundamente democráticos. El historiador Luis Ricardo Dávila afirma que la llegada al poder de Acción Democrática remite al “tiempo de construir”. Este es, alineación con el Kairós, oportunidad para abrazar esa modernidad que nos era tan elusiva y cuyas señas, como anuncia Picón Salas, surgen tras la muerte de Gómez: “era necesario darle cuerda al reloj detenido…”

La labor de reforma social, de cambio en la fisonomía del país de “la miseria sin límites pero sin horizontes” (Gallegos dixit) comienza a perfilarse con López Contreras y Medina Angarita, ciertamente. Pero gracias a los ímpetus del octubrismo se emprende un salto radical, se planta cara a la sinuosa idea de la democracia tutelada. Podría decirse que la mayor contribución de aquella tenaz generación fue delinear un proyecto político civilista, ávido de mudanzas, desligado de la retrógrada figura del hombre fuerte. Uno que si bien no coronó con el éxito esperado, selló el nexo entre liderazgo democrático y sociedad, ese asiento desde el cual impulsar las transformaciones que signarían al resto del siglo XX venezolano.

Helo allí: juego vigoroso de representación y praxis. Ejercicio de cuestionamiento ante la reaccionaria, decimonónica cosmovisión del caudillismo (lo que de algún modo buscó mitigar el “veredicto de la historia” frente a inicios poco decorosos). Al mismo tiempo, renovación de la gramática política, empeño en la claridad de conceptos y la palabra “sin esguinces” cabalgando a lomos de la exuberancia retórica. Una prosa que en boca de Betancourt se vuelve “toda acción e incitación a la acción”, anota L.R. Dávila. La eficacia de ese discurso inaugurando un nuevo imaginario social, espolea a ese país sumido en el letargo y la espera. Un pueblo desnutrido, enfermo, ignorado, hasta ese momento atajado por la resignación, se convertía por obra de la política en sujeto activo de la reconstrucción, en restaurador de una nacionalidad quebrantada desde sus bases.

Tres febriles años de “gloriosa peripecia” octubrista sacuden los cimientos de una sociedad que cataba desafíos y bondades de la democracia. El orden pluralista consagrado en la Constitución de 1947, por ejemplo, dispensa merecido protagonismo a los partidos políticos, canales legítimos de representación ciudadana y agregación de voluntades. Rasgos, en fin, de esa democracia realista de la que hablaba Kelsen, posible en la medida en que existan espacios e instituciones capaces de encauzar la participación. El tiempo apenas alcanzó para los tanteos, sí, pero allí iba quedando el rastro de un movimiento bordado a fuerza de cercanía y mística, de apremios y razón apasionada.

“Modernidad”, “soberanía popular”, “libertades civiles”, son benditas expresiones que se vuelven carne, sudor, ánimus colectivo. “El vértigo de la libertad poseía a todos los venezolanos”, apunta Simón Alberto Consalvi. Y es el voto -que ahora incluía el de las mujeres, el de los analfabetas, el de todo venezolano mayor de 18 años- emitido en las primeras elecciones universales, directas y secretas que acá se celebraban, una de las caras más nítidas de esas conquistas. Sí: los excluidos de siempre se reconocían en el ideal de esa sociedad democrática, respondían con entusiasmo al llamado de consolidación de una nueva esfera pública. Y aunque al final el sectarismo y la hybris agusanaron el avance y dejaron de nuevo el camino libre a la tarasca militarista, es preciso valorar la siembra de eso que Alfred Fouillée llamó “ideas-fuerza”: ese universo simbólico que quedó respirando desde entonces, y cuya potencia impulsaría ulteriores sucesos.

La regresión que estos últimos años nos pone en la antípodas de aquella chispa, es evidente. Pero lo más perturbador es presentir que tal brecha es todavía más honda de lo que se muestra. Entre otras cosas, porque el compromiso con la democracia de quienes hoy se dicen sus defensores, naufraga no sólo por culpa de una dinámica que depende de la retorcida circunstancia. También por el divorcio entre medios y fines, porque entre el discurso de invocación a la libertad y los modos de ciertos sectores llevados por una estéril ética de los principios –esa que casi parece proclamar: “Fiat iustitia, et pereat mundus”: que “se haga justicia aunque el mundo perezca”- prevalece una disonancia difícil de omitir.

De la aspiración de apuntalar un liderazgo de honda raíz nacional, capaz de comprender, pulsar y sincronizarse con el nervio mayoritario; ajeno a mesianismos de cualquier índole y con proyectos gestionados desde la autonomía y el pluralismo: de todo eso dista mucho la historia política reciente. No cunden allí palabras que estremezcan y junten. Por el contrario, la impresión es que el imaginario democrático se adelgaza, se vacía, hecho cáscara sin sustancia. Ante la amenaza de la desinstitucionalización consumada, de la abstención aniquilando bríos y oportunidades, del recrudecimiento de las asimetrías, ¿cómo prefigurar el futuro sin el avío de esas ideas-fuerza, de ese motor del poder ser?

Con todo y sus muescas, allí está el espejo de ese otro octubre. Uno que sirve para entender la importancia de la palabra que se rebela frente a la ruina psíquica de los determinismos, que nos da pistas acerca de la responsabilidad que implica reactivar los relojes detenidos de la historia.

Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis

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