Ciclos de luces y sombras, unos más tenaces y dilatados que otros. Ese serpenteo pareciera bordar la historia de las sociedades. No es que creamos que haya allí una condena a priori, claro está. Si nos fijamos detenidamente, distinguiremos en esa mecánica a actores de algún modo conscientes de sus perseverancias o sus modorras, de sus embriagueces, sus debilidades, sus cálculos, audacias e improvisaciones. Un fruto de la voluntad -ora domada por la razón, ora convertida en gigante ciego, como la describe Schopenhauer- que consigue con más y menos éxito torcer el rumbo de lo establecido.
La victimización en nada ayuda, entonces, a mitigar la responsabilidad sobre la construcción del propio devenir. Si bien a veces se ciernen sombras tan cerreras que llevan a pensar que las Moiras se ensañaron contra nosotros, lo cierto es que su irrupción apunta directamente a los sujetos políticos, ceñida a la índole de las decisiones que en un momento dado toman o dejan de tomar. La voluntad política -que no voluntarismo estéril, propio del diletante- despliega en este caso un rol dramático.
Pero la idea de la predestinación es seductora, precisamente, porque nos libra en gran medida de esa responsabilidad. Porque manosea esa doble fuente de miedo/esperanza y hace del futuro algo ajeno a nuestra diligencia. Esa es la cuerda que ata las manos de los ciudadanos, que mutila el sentimiento de autoeficacia y deja cancha libre al populista, a los césares ilustrados, los mesías modernos y de sonrisa perfecta, los vulgares cultores de la heteronomía. Caudillos que acaban desespiritualizando a sus seguidores. Autócratas de todo pelaje, dispuestos a “sacrificar” su comodidad por el “bien” de los más, como si así atendiesen a un mandato supremo.
La tradición judeo-cristiana deja ahí su muesca, haciendo de la nación el objeto de una suerte de culto alternativo. La idea de la salvación es clave en este discurso: la de una travesía en pos del paraíso perdido que sólo pueden capitanear los ungidos. Asidos al argumento de devolver al pueblo su protagonismo (“dar al pueblo la ilusión de ser soberano”, como cínicamente ilustró Mussolini), muchos de estos resbalosos personajes acaban expropiando la potencia colectiva, la energía creativa. Y “donde falta voluntad de poder”, a decir del implacable Nietzsche, “hay decadencia".
Nada tan tortuoso como suprimir ese impulso vital en recuperación para volver, por ejemplo, a la caverna de la falta de condiciones: “Venezuela no cumple con los estándares para una Misión de Observación Electoral de la Unión Europea”, lanzan ahora los sobrevivientes del naufragio interino. Como si con esa inspiración de “iluminados” los venezolanos no hubiésemos trajinado ya lo suficiente, convertida en muleta moralista para justificar los espantajos más estrafalarios, la presunta inevitabilidad del fracaso o el marasmo que revive la disfuncionalidad política arrastrada desde los 90. Porque si algo invoca la dinámica pre-electoral es el bucle de finales de siglo, la democracia imperfecta licuándose a merced de la avidez caníbal de partidos y sus representantes. Poco hay allí que dé cuenta de la evolución, de la toma de consciencia respecto a la anomalía que se enfrenta. De la necesidad de imprimir cambios sustanciales a una forma de hacer política que sigue vaciando las posibilidades de la democracia, en tanto praxis e ideal.
Aunque la mayoría de los partidos luce convencida de que la lucha por votos es lo que cabe, lo planteado dista mucho de lo que conviene hacer frente a una autocracia electoral. Acá la pelea a cuchillo remite más a la mezquina puja entre pares. Una carrera de algunos por ver quién preserva la hegemonía opositora y la “legitimidad” de la interlocución internacional. No a la estrategia para ganar influjo interno y reducir costos de tolerancia al cambio, agregar voluntades de forma efectiva y disputar al PSUV espacios y símbolos de poder.
Sí: paradójicamente, los fantasmas de la vieja debacle se reciclan. La sombra del caudillismo y la tiranía de los cogollos, las crisis que auguran cismas, no consensos. La centralización de decisiones y el peso de aparatos y fórmulas burocráticas que aíslan a los partidos de la sociedad y truncan la incorporación de personas idóneas y grupos emergentes. La unidad (que debería ser siempre plural, siempre “impura”, como todas las alianzas anti-autoritarismos) más que un medio para blindar a los liderazgos naturales y aglutinar la potencia diversa frente a un rival común, opera hoy como un concepto sectario e inelástico. Una instancia moralista agenciada por impolutos.
Vaya tiempo desconcertante, en fin. Atraídos por los mismos vicios que sellaron la agonía de la democracia, negados a captar la utilidad puntual del pacto político, dislocados frente una autocracia que, por instantes, hace creer que competir contra ella sin articulación vigorosa será perfectamente factible. Si el 21N el giro trágico se impone, no podrá llamársele "predestinación” al autoengaño.
Mibelis Acevedo D.
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Venezuela
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