sábado, 9 de febrero de 2019

CRISTINA MARCANO, VENEZUELA Y LA PESTE MILITAR


El Ejército es la clave para la superviviencia del régimen de Nicolás Maduro. Por ahora se ha mantenido a su lado, pero en los cuarteles reina un ambiente de desconfianza y nadie se fía de nadie



¿Cuándo se volteará el Ejército? Esa es la gran pregunta que gravita como un meteorito sobre Venezuela, el enigma que desvela a todo el país, el desenlace de esta película de suspense que tantos esperan. Paradójicamente, los militares son al mismo tiempo parte del problema y de la solución. La enfermedad y el remedio. Para nadie es un secreto que el poder del sucesor de Hugo Chávez descansa en las bayonetas pero la cuestión va más allá: ¿están dispuestas las fuerzas armadas a inmolarse por él?

La Asamblea Nacional, dominada por la oposición desde 2015, ha ofrecido una amnistía a los funcionarios que “colaboren en la restitución del orden constitucional” y desconozcan a Maduro, proclamado presidente tras las elecciones fraudulentas del 20 de mayo de 2018. Pero el Ejército no solo apoya al régimen; es un factor fundamental del régimen. Darle la espalda a Maduro implica perder las inmensas cuotas de poder político y económico que han acumulado en los últimos 20 años.

Al asumir la presidencia en 1999, el comandante Hugo Chávez abrió la caja de Pandora. Decenas de oficiales salieron de los cuarteles para ocupar cargos en la Administración pública. Las botas inundaron ministerios, instituciones y empresas. Los nuevos burócratas comenzaron a manejar presupuestos millonarios, con poca o ninguna transparencia, al frente de áreas clave: la Tesorería Nacional, la recaudación tributaria, la administración de las divisas, las importaciones estatales, la banca pública, la construcción de obras, el transporte, los puertos y aeropuertos, el servicio de energía eléctrica y el sector alimentación.

Generales activos y retirados, designados por Chávez como candidatos, se convirtieron en gobernadores, alcaldes y diputados. El mandatario creó también una estructura con nuevas autoridades militares en todo el país: las Regiones Estratégicas de Defensa Integral (REDI), subdivididas en Zonas de Defensa Integral y estas, a su vez, en Áreas de Defensa Integral, donde muchos jefes se comportan como caciques.

El presidente fue más lejos. Creó una milicia y dispuso el adoctrinamiento ideológico en la academia militar, el Che Guevara junto a Simón Bolívar como héroe de los reclutas. Exigió a los militares casarse con su proyecto político —es decir, pisotear la Constitución de 1999— y les impuso la consigna “Patria, socialismo o muerte” como saludo oficial. La proclamación de las fuerzas armadas como antiimperialistas y chavistas completó el círculo: el caudillo las transformó en un Ejército de partido.

Maduro ha repetido en los cuarteles una consigna de Chávez: “La revolución bolivariana es militar”

Mientras agonizaba en Cuba, Chávez supuestamente envió un último mensaje a las fuerzas armadas en 2012. El vicepresidente Nicolás Maduro leyó la carta. “En el país hay una revolución militar en marcha, que debe ser permanente”. No cívicomilitar, militar. Su sucesor la ha repetido por estos días en los cuarteles: “La revolución bolivariana es una revolución militar”. Los oficiales ampliaron poder con Maduro. Consciente de sus debilidades —casi pierde la elección de 2013— y de las pugnas intestinas del chavismo, se apoyó en los hombres de armas, complaciéndolos en todo. Donde algunos ven habilidad, otros ven sumisión. En realidad, el gobernante no estaba en capacidad de negarle nada a los militares.

Poco después de asumir el poder les concedió una Zona Económica Militar, que consiste en una docena de empresas, entre las que destaca una compañía para la explotación petrolera, de gas y minera. Y en 2017 puso en la cima de Petróleos de Venezuela (PDVSA), la principal y menguada industria del país, a un general de la Guardia Nacional que dirigió la represión contra las protestas de 2014 en Caracas.

El poder económico de los militares incluye, además, actividades ilícitas que van desde el soborno y la extorsión a los productores del campo hasta el contrabando de gasolina —casi gratis en el país— y el narcotráfico, de acuerdo con denuncias de prensa. El colapso que padece Venezuela, su ruina, es también responsabilidad de los oficiales que forman parte del Gobierno.

Refiriéndose a Chávez, el historiador Manuel Caballero escribió: “Pareciera que su aspiración no es comandar un Estado sino reinar sobre el caos”. La frase puede aplicarse ahora a su sucesor, empeñado en mantenerse en el poder a toda costa. La cúpula castrense reina junto a Maduro sobre un Estado fallido donde el salario mínimo mensual equivale a un pollo, la inflación anual supera un millón y medio por ciento y un antibiótico es un lujo. Un Estado con los servicios públicos más precarios de América Latina y la mayor tasa de criminalidad del continente.

El ministro de Defensa Vladimir Padrino asegura que en las fuerzas armadas hay una “unidad monolítica”. ¿Se puede creer esto cuando en los últimos dos años han sido detenidos más de 200 militares bajo cargos de rebelión y traición a la patria; cuando otros oficiales han sido expulsados del Ejército por conspiración y muchos han pedido la baja o desertado?

Uno de los mayores retos del país es la desmilitarización
y la recomposición de las Fuerzas Armadas en el futuro

El Alto Mando hace jurar a los soldados “lealtad absoluta” a Maduro. Pero cuarteles adentro hay un ambiente de cacería de brujas al estilo del G2 cubano y nadie se fía de nadie. Ni siquiera el propio ministro. En 2018, durante una reunión en una guarnición con subalternos para explicar las nuevas y evaporables escalas salariales, estuvo custodiado por un escolta con un maletín con un escudo blindado.

¿Es esa la unidad monolítica? Está claro que los cuarteles no son impermeables al malestar que existe en el país. ¿Puede acaso la oficialidad media y los soldados, que se distinguen de otros latinoamericanos por su delgadez, ser inmune a la peor debacle económica que haya vivido el país?

Maduro ha marchado pesadamente frente al Ejército, rodeado de batallones, pero no pareciera tener el músculo necesario para ejercer su dictadura plenamente. Pese a sus amenazas, se ha cuidado de arrestar a Juan Guaidó. Y no ha ordenado abortar las principales protestas con un diluvio de bombas lacrimógenas, balas y perdigones, como acostumbraba. Aunque no ha dejado de correr la sangre: en dos semanas ha habido 40 muertos en zonas populares —la revolución contra el proletariado— y más de 900 detenidos.

El líder del chavismo no pareciera estar seguro de la obediencia ciega que los oficiales le demostraron durante las protestas en 2014 y en 2017, cuando condecoró a funcionarios acusados de violaciones a los derechos humanos. En Venezuela también esas medallas parecen haberse devaluado.

Cuando una periodista de Caracol Radio preguntó qué hace falta para que se termine de dar una ruptura en las fuerzas armadas, Juan Guaidó respondió: “Al aleteo de una mariposa”. Por lo visto, hace falta más. No ha bastado el repudio interno, la presión internacional, la amnistía y su discurso conciliador. Pero muchos oficiales deben estar evaluando sus apuestas. ¿Se va a inmolar la tropa por un plato de lentejas? El elefante pende de un hilo.

Lo que está en juego es una antigua lucha que va más allá de Maduro. Durante gran parte de su historia —por siglo y medio—, los hombres de armas han dominado Venezuela. Manuel Caballero hablaba de “la peste militar”, una enfermedad como el cáncer, “en la que unas células al principio normales empiezan a crecer sin control alguno, matando o dañando las células sanas del organismo”. El historiador sostenía que el único remedio para este mal es una vacuna civil “porque una militar sería como curar una hemorragia con una sangría”. Con vistas al futuro uno de los mayores retos del país es la desmilitarización y la recomposición de las fuerzas armadas. ¿Volverán los militares a los cuarteles? ¿Cómo reinstitucionalizar ese partido que es hoy el Ejército venezolano?

Cristina Marcano S.
@Cris_Marcano

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