jueves, 4 de febrero de 2016

EDILIO PEÑA, EL MIEDO A LA LIBERTAD CREADORA CINE Y TOTALITARISMO EN VENEZUELA,

 ‘Libertador’, de Alberto Arvelo, fue una de las películas que complacieron la necesidad narcisista del Comandante Eterno, para afianzar su imagen de predestinado en los orígenes fundacionales de su proyecto político.

A mi amigo, el cineasta y analista político Thaelman Urgelles

Es inevitable que todo cine realizado a la sombra de un Estado totalitario sea alcanzado por su naturaleza. El artista de la imagen pretende ignorarlo, concentrándose en la creación de su obra. Pero en  ese impoluto universo de su intimidad que cela, como en la sala oscura donde habrá de proyectarse su futura película, por algún resquicio de su conciencia, se cuela la imagen de la bestia del Estado totalitario para seducirlo o quebrarlo en sus principios. Si tiene vendida el alma o es vulnerable existencialmente, al artista de la imagen no le importa ser devorado por las apetencias del Estado y puede acceder a convertirse en el realizador oficial del gobierno que en el fondo lo desprecia; así los demás lo tilden de rata. Mas si las circunstancias económicas o vanidosas lo acorralan y se le hace imposible la creación  y la sobrevivencia  misma, opta por la ambigüedad y comienza a transitar hacia la concesión, la autocensura y, sobre todo, como parte de un gremio, actúa,  aun sin saberlo, como una facción secreta del gobierno que pone en peligro los propios intereses del gremio artístico al que pertenece.

Firmará anteproyectos de ley para que estos jamás se conviertan en ley. Porque sabe que las leyes en el totalitarismo preservan su mala intención al arrogarse todo el derecho de legislar sólo a favor de sus intereses ideológicos y políticos. Además, en el fondo del ego del cineasta cautivo hay una necesidad superior: hacer una película que lo consagre y lo ayude a escapar de la diatriba política que lo atormenta y acosa en su particular momento histórico. Es una manera de exilarse de sí mismo. Está persuadido por aquellos que se han degradado hasta la médula, aconsejándole que el arte se juzga sólo por sus valores artísticos, así el artista previamente haya firmado un pacto con Mefistófeles. Lo que no sabe, o ignora saber, este hijo de las musas de la modernidad y la posmodernidad, es que hay valores artísticos que el totalitarismo no tolera  porque le harían competencia. El cine, en un Estado totalitario, aspira a que el espectador se convierta en un simple mirón, anulándole su posibilidad crítica y reflexiva. En cambio, en el cine de autor el espectador alcanza esa condición expurgativa que pretendían los griegos con sus espectáculos teatrales. El espectador auténtico, al contemplar la obra o la película, entra en un estado de remoción física, psíquica y espiritual que vence la inducción política e ideológica del arte amaestrado por el Estado.

Sergéi Eisenstein, el celebrado cineasta ruso, colocó su talento a disposición de las exigencias del dictador Joseph Stalin, cuando este le encargó la realización de la película Iván, El Terrible, a fin de exaltarse ante su pueblo como el salvador y protector de la Rusia comunista que enfrentaba la embestida nazi, a través de la operación Barbaroja, en la Segunda Guerra Mundial. En cambio, Andréi Tarkovski, el poeta de la imagen esculpida en el tiempo, fue perseguido  y buena parte de sus películas fueron censuradas o destruidas por el estado soviético. En 1969, su película Andrei Rubliov alcanzó a llegar al Festival de Cannes, pero las autoridades soviéticas convencieron a los organizadores del festival de que la película se proyectara el último día de la muestra, a las cuatro de la mañana. De esa manera, la obra cinematográfica no ganó ningún premio y el público no pudo protestar ni reclamar justicia para un film que no había visto. Sin embargo, entre el estupor y la vergüenza, la crítica se vio obligada a redimir el film. En el exilio, Tarkovsky tuvo la oportunidad y el coraje, confiado en su memoria y profundidad poética, de reconstruir de nuevo una de sus películas más emblemáticas, destruida por el fuego del totalitarismo.

En la misma Alemania nazi, la documentalista Leni Reifenstahl se prestó al régimen de Adolfo Hitler para crear una estética del mal, donde, paradójicamente, el horror no figuraba como tema explícito de sus documentales. La belleza apolínea aria era perfecta, pero helada en sus documentales propagandisticos. Con ella se desterraron los hallazgos del expresionismo alemán en el cine, encarnado en figuras cimeras como Robert Wiene y Fritz Lang. Las imágenes de Reifenstahl eran demasiadas apolíneas y sublimes, porque el horror se habría de cocinar en los hornos crematorios de los campos de concentración. Es común que en los Estados totalitarios se le prohíba al artista  introducir el horror en su obra, como tema a explorar, porque el Estado, quien lo propulsa a su manera, se lo reserva para sí, instrumentándolo e imponiéndolo en la realidad como una de sus virtudes políticas que todos están obligados aceptar, tolerar, inclusive, a celebrar. Y en este umbral, la ficción del artista no puede competir con el poder absoluto que se arroga el Estado totalitario, con sus mecanismos bestiales. Alfredo Guevara, el ícono fundador del ICAIC  de Cuba, llegó a destruir toda una película de un cineasta porque en esta aparecían otras épocas del pasado cubano, más felices, las cuales contrastaban y le hacían sombra a la Cuba socialista que se estaba instalando, con los fusilamientos y la escasez. Nunca olvidaré el privilegió que tuve, cuando el famoso y celebrado director de cine Humberto Solás una noche proyectó en mi casa su película —en ese momento inédita y por primera vez— Un hombre de éxito, con el temor angustioso de que esta no pudiese ser distribuida en Cuba. Luego, si bien la película fue nominada al Oscar, alguien impidió desde la Habana que ese film llegara a la Alfombra Roja del Imperialismo.

Aquí en Venezuela, desde hace diecisiete años, el cine ha adquirido dos modalidades de realizarse, presionado por un Estado que invariablemente se ha ido convirtiendo burdamente en totalitario. Por un lado, gran parte de la generación más curtida de los cineastas se ha dedicado estos años a realizar un cine que exalta a los próceres independentistas o a cualquier icono nacional que sustente la idea de patria y nacionalismo; inclusive, a tergiversar los destinos de los próceres, de manera impúdica. Estos cineastas han regresado al pasado por no encontrar el horror en el presente y no saber qué hacer con él, si lo encuentran, a la hora de los riesgos y las demandas. Libertador, basada en la vida de Simón Bolívar, de Alberto Arvelo, y El Caracazo, de Román Chalbaud, son parte de esta impudicia que fue financiada con exagerados presupuestos en dólares, nunca antes imaginados o invertidos, pero a despecho de negárselo a otros proyectos cinematográficos menos delirantes. Pero ambas películas formaban parte de la necesidad narcisista del Comandante Eterno, para afianzar su imagen de predestinado en los orígenes fundacionales de su proyecto político. Estos dos cineastas glorificados por el poder corrupto que gobierna a Venezuela, se atrevieron a falsear la realidad pasada, la del pasado remoto y la del pasado cercano, y la de sus protagonistas, porque también carecen de una estatura ética que se los demande o los juzgue.

Los más jóvenes cineastas en Venezuela, han optado por un cine bucólico, con una visión turística de lo rural, o por un cine social que se resuelve en moralejas edificantes, ocultando la responsabilidad del poder, con personajes que están de espaldas a su propia realidad o a sus pesadillas. La tragedia horrorosa que han vivido los estudiantes venezolanos no están en sus películas. Menos La Tumba, donde muchos están confinados. El horror de las cárceles tampoco. Las largas colas para sobrevivir o morir en un hospital, jamás han aparecido en una película venezolana contemporánea. Mucho menos, el tema del narcotráfico en las Fuerzas Armadas y la corrupción de la cúpula del poder. La invasión de Cuba con la mascarada de la ayuda humanitaria, ardid con la que se apoderó de todos los entes del Estado, no ha sido plasmada en la imagen cinematográfica. Ni en el cine de ficción, ni en los documentales, aparece esta tragedia profunda en la que se convirtió Venezuela. ¿Cómo celebrar, entonces, un cine que traicionó el corazón de su propia patria?

En estas circunstancias, el cineasta sucumbe al imaginario colectivo secuestrado por pautas ideológicas, dislocadas y populistas. La trasgresión es prohibitiva desde el punto de vista de la composición estructural, pero también conceptual. Las propuestas formales de exposición narrativa transitan la linealidad de las telenovelas, o en el refugio de una intimidad ciega o barata. Porque en el fondolo que se pretende es encontrar al venezolano en la ideología y no en la ontología. En los festivales de cine, financiados por el propio Estado, se premian y valorizan mucho más, a veces con trampas y argucias de sus organizadores, estas dos vertientes de la cinematografía nacional que se han ido imponiendo como un discurso político y estético del Estado actual. Se ha llegado al extremo de sobornar a jurados de prestigiosos festivales internacionales de cine para crear la falsa percepción de que en Venezuela hay libertad de expresión y creación. Una oleada de películas premiadas en las últimas décadas, internacionalmente, tienen esta sombra negra. Aunque, ciertamente, no todas las películas, ni todos los cineastas se han prestado para esta desvergüenza.

Mientras la realidad, progresivamente, se va llenando de horror a través de la imposición del llamado Estado socialista o esta peor aberración que se instaló en Venezuela, que como un cáncer devora todos los espacios de libertad colectiva y personal, pocos cineastas apuestan a confrontar, desde sus imágenes, la desgarradura que acontece hoy en día, con metáforas reveladoras y sustantivas. Por vez primera, el Estado ha financiado al máximo el cine nacional y hasta le creó una Villa del Cine, como hizo Benito Mussolini al fundar Cinecitta, pero como nunca antes, el cineasta venezolano se ha autocensurado, tanto en nombre de la sobrevivencia como del temor consciente o inconsciente a ser execrado de las dádivas del Estado totalitario.

Edilio Peña
edilio2@yahoo,com
@edilio_p

Caracas - Venezuela

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