lunes, 2 de diciembre de 2019

RICARDO GIL OTAIZA: EL CHILE DE ALLENDE

Sí, es tal la veracidad de los hechos, la inquina de lo acontecido y la dura realidad expuesta en cada página (como en un fresco), que a veces todo pareciera mera fábula de un narrador enloquecido...

Gracias a la gentileza de la editorial española Drácena llega a mis manos el libro La Moneda, 11 de septiembre, del escritor Francisco Aguilera Valpuesta (Santiago de Chile, 1974), hoy radicado en París. Pocas veces un a obra me atrapa a las primeras de cambio hasta la última página con tal fuerza y conmoción interior, como me sucedió con esta estupenda novela de Aguilera, que de alguna manera llena mi vacío intelectual y emocional con los sucesos del 11 de septiembre de 1973, que llevaron a la muerte del presidente chileno Salvador Allende y a la entrada del régimen militar de Pinochet.

Echa mano Aguilera de una osada técnica al introducir múltiples voces que denomina Los Testigos (Juan de Dios Salinas, Bombero; Juvenal Ugarte, Detective; Javier Pulido, Mozo y Segundo Luna, Conscripto; ) y que cuentan paso a paso (y desde su perspectiva personal) cada suceso histórico, lo que hace de esta obra una rica pieza polifónica que teje con acierto y precisión una trama no lineal, que desde la pluridimensionalidad de miradas logra poner en escena una urdimbre argumental que genera una elevada tensión que cede por instantes, para reinventarse una y otra vez hasta la última página. No podía faltar, por supuesto, la voz de un narrador omnisciente, que pone orden en el caos y que funge como eje alrededor del cual giran las historias. 

El texto novelesco atrapa al lector para hacer de él un poseso de aquel complejo mundo de intrigas y delaciones, de traiciones y desafectos, pero también de pasiones políticas y de inmolación frente a una utopía de redención nacional que a la final es cruelmente derrotada. Si bien Los Testigos arriba mencionados son apócrifos, es decir, un artilugio del novelista para atraparnos en sus redes, es verdad lo que cuentan desde su impostada presencia, de allí la desazón que todo esto genera en nuestro espíritu. 

Un narrador enloquecido

Sí, es tal la veracidad de los hechos, la inquina de lo acontecido y la dura realidad expuesta en cada página (como en un fresco), que a veces todo pareciera mera fábula de un narrador enloquecido, que ha echado a volar su imaginación para saturar los sentidos con unas imágenes que golpean, que hieren hasta lo más hondo, que nos obligan a cerrar por instantes el libro para reponernos de la impresión; pero volvemos una y otra vez a la carga, hasta quedar exánimes frente a lo escatológico de mucho de lo aquí contado, así como asqueados frente a la estulticia de lo humano.

Otro elemento a destacar de esta inusitada obra es el lenguaje, ya que desde una asombrosa economía de palabras cuenta, y mucho, lo que le imprime a lo narrado dinamismo y completitud. El autor hace gala de un estilo maduro e inteligente y a pesar del supuesto “desorden” en la estructura de la obra (que algunos pudiesen objetar acostumbrados a la ortodoxia narrativa), es este elemento el articulador frente a la complejidad de lo real, que busca espacio dentro de la trama y se erige de manera autárquica en un orden que se explica a sí mismo y orquesta su propio mundo ficcional.

Al final la verdad se traduce en horror: el palacio de La Moneda en llamas, Salvador Allende muerto, no sabemos si por suicidio o por homicidio, solo que su rostro está desfigurado y su cuerpo desnudo yace expuesto a la fábula de los testigos del momento, a las mentiras elaboradas en las redacciones de los periódicos, a la fragilidad de la memoria y al olvido de ese invento llamado con alevosía como posteridad.

Ricardo Gil Otaiza
rigilo99@hotmail.com
@GilOtaiza

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