¿Qué es la
democracia? La pregunta, en apariencia simple, ha copado la atención de sabios,
investigadores, políticos, especialistas, ciudadanos de todas las épocas. Desde
que Heródoto acuñase el término para referirse al poder ejercido por el
“demos”, las valoraciones respecto a las potencialidades del sistema han sido
tan extremas como diversas.
No faltaron
quienes, como Aristóteles, advirtieron sobre los descarríos del “gobierno de
muchos” cuando el principio de isonomía es quebrantado: “los demagogos nacen
allí donde las leyes no son soberanas y el pueblo se convierte en un monarca
compuesto de muchos miembros”. O Platón, cuya desconfianza respecto a
decisiones de masas irreflexivas y de políticos con escasa pericia, lo llevó a
promover su propia utopía, la Sofocracia. O Rousseau, quien veía en la desnaturalización
de la voluntad general -la Oclocracia, el “poder de la turba” que antes
despedazó a Sócrates- una anomalía pavorosa. O Kant, quien como Montesquieu
opinaba que la democracia directa, tal como la concebían los antiguos,
“constituye necesariamente un despotismo”.
Por algún
tiempo, la poca estima inspirada por ese “gobierno del pueblo” que ganaba
cuerpo en el Ágora y decidía por aclamación de los más, atizó los recelos de
los que insistían en preservar “la cosa de todos”, el interés general inherente
a la Res Publicae. La evolución política y social, no obstante, fue refinando
la fórmula, corrigiendo asperezas procedimentales y de principios, integrando
variables como el crecimiento acelerado de las sociedades o la resuelta
existencia de minorías. Fue así como a mediados del s.XIX y a lomos del
liberalismo, la noción de democracia empieza a apuntar a una praxis basada en
la representación funcional; una sometida a la limitación y control que ejercen
los gobernados, alejada a su vez de la ficción jurídica y el esquivo
autogobierno.
Con todo y
sus bemoles, he allí un espléndido proyecto de realización colectiva que se
nutre de la potencia, del perfil y autonomía del individuo. La democracia de
los modernos, una creatura afín a los rasgos de una polis mucho más vasta y
compleja que la ateniense, responde así a la necesidad de multiplicar las
mediaciones para gestionar, amén del respeto a la voluntad mayoritaria, el
vital reconocimiento de la pluralidad.
Pero allí
donde confluyen ser y deber ser, nace el forcejeo, la dificultad para
comprender la democracia y hacer valer sus alcances. Al calor de esa discusión
chocan visiones que remiten a asuntos como la legitimidad, por ejemplo: el
consentimiento “verificado”, no presunto, de los ciudadanos. Asimismo, apunta
Sartori, está el problema del ejercicio, cuya solución en democracias modernas
trasciende la simple titularidad. Y finalmente, la puja que desata la
contradicción entre la resistencia de lo real y la prescripción de lo ideal.
Esto último obliga no sólo a precisar la anchura que habitamos para ajustar
expectativas, sino a alinear visiones para que la subjetividad no desfigure ese
ejercicio que, a priori, suponemos democrático.
En espacios
donde tales certezas y dispositivos han sido anulados por el propio Estado, no
queda sino apelar a aquellos modos de la cultura democrática que, al mantener
el banco de referentes, eventualmente ayuden a rehabilitar nuestro contrato
social. En Venezuela, sumidos como estamos en el lodazal que dejó una presunta
“democracia directa” -efugio populista que sólo sirvió para enmascarar apetitos
autoritarios y desmantelar instituciones- esa tarea es primordial. Entonces,
del discurso y acción de un liderazgo democrático dependería en buena medida
que la polis siga viva dentro del hombre, como preconizaba Aristóteles. Por
contraste, la incapacidad del liderazgo para actuar conforme a dichos
preceptos, contribuiría a que la sociedad se interne en los laberintos del
extrañamiento y la des-identificación.
La
preocupación no es menor. Las redes, nuestras caóticas ágoras, hoy se colman de
tesis perturbadoras. Una democracia masticada según convenga, de pronto emerge desfigurada
por la sombra de esa “tiranía de la mayoría” que Burke calificó como tiranía
multiplicada. He allí el blasón de sectores que se arrogan legitimidad sin
fecha de caducidad, que deciden unilateralmente y que, en nombre de un
principio de mayoría, ilimitado y monopólico (misma tenaza que aplicó una
revolución en pleno auge) proponen aceptación mansa de las “posiciones
mayoritarias”. La ficción de representación anula así la obligación de
incorporar lo que Arendt llama “el factor democrático por excelencia”: el
pluralismo, la symphonia. Eso que prefigura la unidad en la diversidad.
Una
microdemocracia ninguneada es síntoma de un mal importante y más profundo. En
momentos en que urge resolver dilemas claves para la supervivencia del
liderazgo, deslindarse de tales derivas sería lo sano. Si de algo sirve la
experiencia, que sea para entrever cuándo el interés general es desalojado por
los mezquinos respingos de quien elige usar la democracia como coartada.
Mibelis Acevedo D.
mibelis@hotmail.com
@Mibelis
@ElUniversal
Venezuela
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