El viejo Ramón era un adolescente de rostro lampiño
cuando Fidel Castro entró en La Habana aquel enero de 1959. Poco después,
decidió hacerse miliciano para defender lo que entonces muchos cubanos llamaban
con orgullo "la Revolución". Hoy, con una pensión que no supera el
equivalente a 20 euros al mes, el jubilado vive del dinero que le mandan sus
nietos, emigrados el otro lado del Estrecho de Florida, en ese país al que
Ramón apuntó con su fusil mientras hacía la guardia en una unidad militar en
plena Guerra Fría.
Este 2019, el proceso que ilusionó a millones de
cubanos llega a sus seis décadas de existencia, sin parecerse a los sueños que
proyectaron jóvenes como Ramón y sin haber logrado darle una vida digna y libre
a los que se quedaron en la isla. Ahora ya pocos llaman al modelo político que
se instauró tras la llegada de los barbudos al poder como "la
Revolución" y en lugar de eso prefieren decirle "el sistema" o,
simplemente "esto" o "esta cosa". De los líderes vestidos
de verde oliva que bajaron de la Sierra Maestra solo quedan unos pocos octogenarios
que no logran despertar admiración ni respeto en la gran mayoría de la gente.
De las promesas iniciales, en las que se hablaba de
oportunidades para todos y de libertades ciudadanas, tampoco ha sobrevivido
casi nada. En lugar de esos espacios de realización individual y colectiva, el
castrismo ha mantenido un estricto entramado de vigilancia y control que ha
sido el más acabado de sus "logros" y el más permanente de sus
"resultados". En cuanto a justicia social no hay mucho que celebrar.
En las calles se hace evidente el abismo económico que separa a los jerarcas
del Gobierno de los pensionados, la población negra y los residentes en zonas
rurales. Los nuevos ricos marcan distancia con los que cada vez son más pobres.
Por otro lado, en los últimos años el régimen de La
Habana ha tenido que ceder terreno a las leyes del mercado que tanto criticó en
sus consignas. Un sector privado de medio millón de trabajadores ha puesto en
evidencia la ineficiencia del aparato estatal y está empujando los límites de
las restricciones que aún se mantienen al emprendimiento y a la creatividad.
Después de haber confiscado hasta los puestos de comida más humildes en el
lejano año 1968, ahora la Plaza de la Revolución está vendiendo la Isla pedazo
a pedazo a los inversionistas extranjeros.
De las "joyas de la corona" del proceso, los
servicios públicos de educación y salud, tampoco hay mucho para mostrar. La
extensión de ambos sistemas sigue llegando a cada rincón del país, pero el
deterioro de la infraestructura, los bajos salarios de profesores y médicos,
junto a los excesos de ideología y los vacíos éticos han hecho que las aulas y
los hospitales no se parezcan al sueño de un pueblo culto y bien atendido
sanitariamente que una vez arrancó los aplausos de miles de cubanos que se
congregaban para escuchar los maratónicos discursos del Comandante en Jefe.
Ahora, cuando las celebraciones oficiales hablan del
60º cumpleaños de este proceso político y social que pocos se atreven ya a
calificar como "revolucionario", gente como Ramón y sus nietos están
pasando revista a lo que no lograron, a las ilusiones que tuvieron que aparcar
en el camino y al sistema disfuncional y autoritario en que derivó toda aquella
utopía.
Yoani Sánchez
@yoanisanchez
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