sábado, 4 de mayo de 2019

RAFAEL DEL NARANCO: OTRA FIESTA DEL CHIVO

Leer sigue siendo la actividad más placentera para el que no desea ser crepúsculo encajonado ante los sucesos cotidianos que nos rodean, y nos referimos a la situación de Venezuela, tierra de gracia amada, sentida y sufrida en la que hemos vivido más de la mitad de nuestra vida, y de la que tuvimos que regresar a un exilio que habíamos ya olvidado cuando llegamos de una España paupérrima, cicatera y oscurantista. 

La libertad individual y por ende colectiva, no es una concesión magnánima del gobierno de turno, sino un derecho humano inalienable, y como tal se halla fuera de cualquier control que no sean las leyes constitucionales. Decir hoy que el régimen imperante en Venezuela respeta esa opción, es una simple alucinación. Aquí, ahora mismo, el freno está latente y parte del tragadero inquisitivo del propio Estado, el cual no cumple el principio de la Constitución que dice taxativamente: 

“La República es irrevocablemente libre e independiente y fundamenta su patrimonio moral y su valores de libertad, igualdad, justicia y paz en la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador”. 

Quizás no se ha llegado aún al doble rumiar tan mencionado por George Orwell, pero sí se ha alcanzado una alta precisión para moldear la realidad, y eso se comprueba en los medios de comunicación controlados directamente por el gobierno, tras clausurar periódicos y emisoras privadas. 

Cada día esas pantallas y diarios gubernamentales presentan un país idílico, existente solamente en la sala situacional, esa sede central llamada nueva Oceanía en cuyo vértice se alza con poderes omnímodos el Gran Hermano, quien vigila a cada uno de los ciudadanos a través de una red que todo lo envuelve. 

Primero, ha sido vestir a los miembros ideológicos afines de un solo matiz: moto y tonalidad escarlata, preámbulo hacia la creación de un idioma sintético que regulará la forma de ser y cavilar lo cual ha dado comienzo con una frase contenida en el espíritu de esa neo-lengua: “Patria, Socialismo o Muerte” desde la llegada del Gran Comandante. 

¿Estamos reinventando la novela, entre política y ficción, “1984” de Orwell? Sin duda, ya que la realidad actual supera lo impensable. 

Ante esa causa, lo atinado es rodearse de libros, soporte que no resguarda el cuerpo, pero sí recubre el espíritu de arrebatadoras sensaciones. Éxtasis, dirían los creyentes en lo sobrenatural. 

El fin de semana nos dedicamos en esta orilla mediterránea de Valencia, en que hacemos hospedería en nuestro exilio voluntario, a repasar la novela de Mario Vargas Llosa, “La fiesta del Chivo”. 

Es la historia narrada por otros senderos creativos, sin que por ello se dejen de matizar concreciones de un drama político de opresión y egocentrismo tan común en el hemisferio latinoamericano a lo largo del tiempo político de sus naciones. 

“El Chivo” es el sobrenombre que los conjurados para exterminarlo le dieron al sanguinario generalísimo dominicano Rafael Leónidas Trujillo. En esa tétrica lista se incluye el haitiano Francois Duvalier, el tosco personaje que hizo de la magia negra la base de un terror físico/psicológico, y nuestro Juan Vicente Gómez, cuyo gobierno oscurantista impidió la entrada de Venezuela al siglo XX hasta el año 1935, fecha de su muerte. 

El mérito del libro reside en hacer ver cómo los tentáculos de la dictadura todo lo corrompen, suben por las paredes, se introducen en las alcobas, se implantan en las conciencias y allí, convertidos en mandrágora, absorben cada valor púdico. 

Hay en la novela un diálogo sorprendente entre el presidente títere, Joaquín Balaguer y el propio Generalísimo. 

El pequeño timorato, pero inteligente adulador, quiere impedir que un asesino, el teniente Peña Rivera, sea ascendido a capitán. Ante esa negación, Trujillo le expone argumentos contundentes: 

“Usted, Presidente Balaguer, tiene la suerte de ocuparse sólo de aquello que la política tiene de mejor: leyes, reformas, negociaciones diplomáticas, transformaciones sociales. Le tocó el aspecto grato, amable, de gobernar. ¡Le envidio!”. 

Y sigue diciendo: “Me hubiera gustado ser sólo un estadista, un reformador. Pero gobernar tiene una cara sucia, sin la cual lo que usted hace sería imposible. ¿Y el orden? ¿Y la estabilidad? ¿Y la seguridad? He procurado que usted no se preocupe de esas cosas ingratas. Pero no me diga que no sabe cómo se consigue la paz. Con cuánto sacrificio y con cuánta sangre. Agradezca que le permitiera mirar a otro lado, mientras yo, el teniente Peña Rivera y otros teníamos tranquilo al país, para que usted escribiera sus poemas y sus discursos.” 

En cada uno de esos párrafos Vargas Llosa desarropa la realidad de esas tierras nuestras donde los autócratas, cada cierto tiempo, se aposentan y gobiernan envueltos en brumas escarneciendo con ello los valores de la libertad. 

Rafael del Naranco
naranco@hotmail.com
@Rnaranco

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