domingo, 20 de diciembre de 2015

JOSÉ FÉLIX DÍAZ BERMÚDEZ, 17 DE DICIEMBRE

17 de diciembre por la tarde, el sol, que había alcanzado su cenit, empezaba inevitablemente a descender en medio de la agonía física de un hombre. La vida de Bolívar se acababa luego de tantas realizaciones y fracasos, triunfos y derrotas, vida intensa plena de múltiples sucesos, extraordinarios muchos, con la cual había colmado sus ambiciones superiores, la esperanza de un continente sujeto al coloniaje y que poseía  extensos valles, llanuras desbordadas, ríos y mares, la altura de los Andes, entre los límites del Atlántico y el Pacífico, en el norte, en el sur de América convulsa donde pudo definir y ejecutar sus magnos propósitos.

Se estaba cumpliendo su hora definitiva que lentamente transcurría como si se quisiera retardar el final.  El médico advirtió su progresiva e irreversible conclusión, sereno el noble rostro, confusa su elocuente palabra, adormecida la mirada de un ser que siempre fue en sus pensamientos y en sus actos vitalidad y acción.
Su ánimo se exaltaba entre las alegrías y aflicciones: la madre que otra vez le acaricia; el maestro que otra vez lo visita; el preceptor que lo reprende en el hogar que significaba nobleza y lealtad. Doña María Concepción ha escondido su rostro detrás de la mantilla en la hora serena de los rezos dirigiéndose hacia el sitio que dispone el linaje en el asiento principal de la Iglesia mantuana. Don Juan Vicente, por su parte, aprecia la inquietud del niño. La madre dulcifica aquel gesto y en un suave murmullo le diría al oído: “Simón, Simón…”
Aquella paz se altera…, su cuerpo se estremece, se endurecen sus rasgos, se agita febrilmente en medio del delirio. Parece buscar en las tinieblas de su agónico estado otros ruidos, presencias, voces. Gritos confusos escuchaba en su mente hasta que comprendió con lucidez aquella palabra excepcional, significativa para él, para nosotros, para todos: “¡Libertador! ¡Libertador!”
Aparecía en sus recuerdos el ruido infernal de las batallas, cuerpos ensangrentados, lamentos dolorosos, galopes de caballos, disparos, el choque de armas, el olor irrespirable de la pólvora cuyo estallido ensordecedor impulsaba las balas y metrallas que hacían estragos en las filas contrarias y en las propias. Hombres caen por todas partes desprendidos de sus cabalgaduras, entre las columnas de los batallones atravesados por espadas y lanzas.
Los abismos se ocultan mientras que sus soldados y él mismo marchan inconmovibles entre la espesa niebla de las montañas.
Un sacerdote lo visitó en su lecho, Bolívar presentía el final seguro de sus obras, de aquella vida excepcional por la cual empezaba a recibir allí, no obstante la postrera amargura, la gracia divina y el humano respeto de los más cercanos.
 Su última proclama dio testimonio suficiente de la grandeza de sus actos, elevada moral, virtud y trascendencia histórica.
Sus sentidos parecían buscar ese algo impreciso propio de quienes abandonan este mundo. Hizo Bolívar un movimiento inesperado, se impulsó hacia adelante como incorporándose otra vez, otra vez ante el destino inevitable pero para entregar en ese instante su alma al juicio imparcial Creador.
Desde el olvido de los hombres, hasta la exaltación de las naciones, la Patria lo ha juzgado en el severo tribunal de la conciencia pública, de los requerimientos de la historia, de la verdad inocultable, de los secretos y las revelaciones, allí donde sus enemigos han hurgado para desconocer sus logros y realizaciones. Los siglos lo han reconocido como el único, auténtico, legítimo, formal, irremplazable Libertador de nuestra patria y de otras enaltecidas por su gloria. No obstante los errores humanos, mayor, significativamente mayor, es la suma de sus bienes que de sus faltas.
Irónicamente justificando la obra de Bolívar, primero que los propios, fueron los reconocimientos extranjeros, mientras que aquí se le execró. 
Bolívar es Bolívar, únicamente es suyo el admirable título de El Libertador.

Jose Felix Diaz Bermudez
jfd599@gmail.com
@jfdiazbermudez
@jfd599
Anzoategui -  Venezuela

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