17 de diciembre por la tarde, el sol, que había
alcanzado su cenit, empezaba inevitablemente a descender en medio de la agonía
física de un hombre. La vida de Bolívar se acababa luego de tantas
realizaciones y fracasos, triunfos y derrotas, vida intensa plena de múltiples
sucesos, extraordinarios muchos, con la cual había colmado sus ambiciones
superiores, la esperanza de un continente sujeto al coloniaje y que poseía extensos valles, llanuras desbordadas, ríos y
mares, la altura de los Andes, entre los límites del Atlántico y el Pacífico,
en el norte, en el sur de América convulsa donde pudo definir y ejecutar sus
magnos propósitos.
Se estaba cumpliendo su hora definitiva que
lentamente transcurría como si se quisiera retardar el final. El médico advirtió su progresiva e
irreversible conclusión, sereno el noble rostro, confusa su elocuente palabra,
adormecida la mirada de un ser que siempre fue en sus pensamientos y en sus
actos vitalidad y acción.
Su ánimo se exaltaba entre las alegrías y
aflicciones: la madre que otra vez le acaricia; el maestro que otra vez lo
visita; el preceptor que lo reprende en el hogar que significaba nobleza y
lealtad. Doña María Concepción ha escondido su rostro detrás de la mantilla en
la hora serena de los rezos dirigiéndose hacia el sitio que dispone el linaje
en el asiento principal de la Iglesia mantuana. Don Juan Vicente, por su parte,
aprecia la inquietud del niño. La madre dulcifica aquel gesto y en un suave
murmullo le diría al oído: “Simón, Simón…”
Aquella paz se altera…, su cuerpo se estremece, se
endurecen sus rasgos, se agita febrilmente en medio del delirio. Parece buscar
en las tinieblas de su agónico estado otros ruidos, presencias, voces. Gritos
confusos escuchaba en su mente hasta que comprendió con lucidez aquella palabra
excepcional, significativa para él, para nosotros, para todos: “¡Libertador!
¡Libertador!”
Aparecía en sus recuerdos el ruido infernal de las
batallas, cuerpos ensangrentados, lamentos dolorosos, galopes de caballos,
disparos, el choque de armas, el olor irrespirable de la pólvora cuyo estallido
ensordecedor impulsaba las balas y metrallas que hacían estragos en las filas
contrarias y en las propias. Hombres caen por todas partes desprendidos de sus
cabalgaduras, entre las columnas de los batallones atravesados por espadas y
lanzas.
Los abismos se ocultan mientras que sus soldados y
él mismo marchan inconmovibles entre la espesa niebla de las montañas.
Un sacerdote lo visitó en su lecho, Bolívar
presentía el final seguro de sus obras, de aquella vida excepcional por la cual
empezaba a recibir allí, no obstante la postrera amargura, la gracia divina y
el humano respeto de los más cercanos.
Su última
proclama dio testimonio suficiente de la grandeza de sus actos, elevada moral,
virtud y trascendencia histórica.
Sus sentidos parecían buscar ese algo impreciso
propio de quienes abandonan este mundo. Hizo Bolívar un movimiento inesperado,
se impulsó hacia adelante como incorporándose otra vez, otra vez ante el
destino inevitable pero para entregar en ese instante su alma al juicio
imparcial Creador.
Desde el olvido de los hombres, hasta la exaltación
de las naciones, la Patria lo ha juzgado en el severo tribunal de la conciencia
pública, de los requerimientos de la historia, de la verdad inocultable, de los
secretos y las revelaciones, allí donde sus enemigos han hurgado para
desconocer sus logros y realizaciones. Los siglos lo han reconocido como el
único, auténtico, legítimo, formal, irremplazable Libertador de nuestra patria
y de otras enaltecidas por su gloria. No obstante los errores humanos, mayor,
significativamente mayor, es la suma de sus bienes que de sus faltas.
Irónicamente justificando la obra de Bolívar,
primero que los propios, fueron los reconocimientos extranjeros, mientras que
aquí se le execró.
Bolívar es Bolívar,
únicamente es suyo el admirable título de El Libertador.
Jose Felix Diaz
Bermudez
jfd599@gmail.com
@jfdiazbermudez
@jfd599
Anzoategui - Venezuela
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