(In
memoriam de un hombre nacido en la palabra, Prof. Pablo Ramos Méndez)
Nada tiene
más vida que la palabra. Tan cierto, que Sigmund Freud, conocido como fundador
del psicoanálisis, habría dicho: “uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo
que dice”. Y cómo dudar de tan categórica expresión, si una palabra, sólo “una
palabra hiere más profundamente que una espada”. Así lo manifestó Louis Aragon,
poeta y novelista francés, una de las más respetadas plumas de su tiempo.
Por eso, la
política es temerosa de la palabra. Más, porque la palabra dicha y más aún, escrita,
no sabe volverse atrás. Luego de expuesta o escrita, adquiere cuerpo, sentido y
poder. Es ahí cuando la política, intranquilizada y otras veces aletargada por
su manera de manifestar emociones sin siquiera vivenciarlas, son expresiones
capaces de infundir tanta consternación, como pasión. Tanto horror, como
devoción.
José Manuel
Briceño Guerrero, brillante académico de la Universidad venezolana y de la
filosofía latinoamericana, escribió que “el problema era cómo mantenerse en la
cercanía de las palabras sin que su belleza se volviera terror, sin aniquilar
su poderosa presencia” (Aut. cit. Amor y terror de las palabras. Caracas, 1987.
Edit. Mandorla; p. 81)
Es el
asunto que lleva a la política en su ejercicio a desconfiar de la palabra. Es
la razón para jugar con ella sin tener conocimiento de las exigentes reglas de
dicho juego. Habida cuenta que nada se da sin la palabra. De ahí que el
politiquero no se entrega tanto en escribir la historia. Pero sí, en borrarla.
En desfigurarla o cambiarla.
No es de
dudar cómo las palabras cambian vidas. Transforman propósitos. Transfiguran
disposiciones. Es como desde siempre, la palabra motiva más que, inclusive, la
realidad que suscribe, afianza o reafirma el significado ascendencia de la
palabra. Por tan indiscutible causa, la palabra tiene el poder que jamás la
política ha alcanzado. Aunque su praxis se apoya en la palabra para expresar su
intención o dictar cada decisión. Para someter, humillar, castigar o amenazar.
Al ser
vehículo del pensamiento, la palabra tiene facultades que hacen su sentido tan
hermoso como agraviante. Tan injurioso como elogioso. Pero no es su oralidad lo
que la transforma. Es su comprensión, valor e interpretación. Aunque ella, de
por sí, detenta una magia que sólo puede traducirse cuando quien la expresa
tiene la capacidad de sentir lo que la misma contiene.
Existe un
proverbio tibetano tan antiguo como el hombre mismo. Dice: “la palabra debe ser
vestida como una diosa y elevarse como pájaro” lo cual hace ver las bondades
que acompañan cada palabra al momento que se remontan por aires de libertades,
sentimientos y sensaciones. Es bañar el lenguaje con el jugo del fruto de las
palabras. O tanto, como vivir la profundidad de la dimensión espacial donde las
realidades adquieren su forma y sentido, más allá de la palabra.
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Venezuela
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