El libro de Fareed Zakaria sobre las democracias no
liberales apenas acababa de salir a la luz, en 1997, cuando Hugo Chávez,
exmilitar fracasado como golpista, salía de la cárcel. Intentó entonces
capitalizar su carisma y su inmensa popularidad propagando el evangelio
abstencionista.
Sin embargo, Venezuela, acostumbrada en el curso de 40
años a todas las liturgias, protocolos y fastos de la democracia
representativa, pronto hizo sentir a Chávez que predicaba en el desierto. Los
venezolanos de entonces valorábamos el voto, nos gustaba votar, gozábamos
jacarandosamente del carnaval publicitario que eran nuestras campañas
electorales. El astuto futuro demagogo tomó cumplida nota de ello y se hizo
candidato presidencial.
Su oferta primordial fue la convocatoria a una
Asamblea Constituyente. La viga maestra de su proyecto de Constitución fue la
consulta directa: la palabra referéndum saltaba a cada pocos párrafos. Veinte
años más tarde, Venezuela es una sangrienta distopía narcomilitarizada, al
tiempo que satélite de Cuba.
La historia de cómo esto pudo llegar a ser puede
contarse de muchas maneras y una de ellas es la de cómo Chávez logró paulatina
y finalmente hacer de cada elección presidencial un plebiscito amañado y de cada
referéndum un algo irrelevante. Si quisiésemos hablar de un método, lo esencial
del mismo consiste en desconocer todo resultado electoral adverso y convertir
el referéndum en instrumento de un tiránico apartheid político.
Como ejemplo de ello, téngase primero el referéndum
revocatorio del mando que la oposición quiso activar en 2004 ante los
desafueros de Chávez.
El caudillo saludó con cínico aspaviento que la
oposición depusiese lo que hasta entonces había sido una estrategia
insurreccional y abrazase la vía electoral. Acto seguido contraatacó,
violentando una garantía fundamental en toda democracia: el secreto del voto.
Chávez hizo públicas las listas de centenares de miles
de opositores venezolanos que firmaron la solicitud de que se realizase un referéndum
revocatorio. De este modo, Chávez convirtió una lista de ciudadanos en una
lista de apestados a quienes aún hoy se les niega la posibilidad de trabajar en
la administración pública o contratar con organismos del Estado. La extorsión
del voto de los empleados públicos —el Estado venezolano es, con mucho, el
mayor empleador del país— se unió a la indignación, el desánimo y el miedo de
muchos opositores. Chávez ganó, y pudo además ufanarse de una elevada
participación electoral: la del pleno de los intimidados empleados públicos.
Años más tarde, en 2007, los resultados de otro referéndum, convocado esta vez
por el propio Chávez, le fueron adversos.
El caudillo bolivariano buscaba hacerse aprobar por
vía refrendaria decenas de enmiendas que habrían dado a Venezuela una
Constitución comunista. Luego de tortuosos tejemanejes en la trastienda del
concejo electoral, Chávez debió reconocer la victoria opositora, no sin
calificarla, echando espumarajos, de “victoria de mierda”. A pesar de ello,
andando el tiempo, el tirano hizo aprobar por su mayoría parlamentaria las
reformas rechazadas en el referéndum de 2007.
Las elecciones regionales de 2008, destinadas a
renovar gobernadores, resultaron en un verdadero varapalo para Chávez. La
oposición ganó holgadamente en los cinco Estados que concentran más de la mitad
de la población del país, la mayor parte de la industria petrolera y el grueso
de la actividad industrial del país. Se alzó, además, con la alcaldía mayor de
Caracas y con la gobernación del vecino y populoso Estado Miranda.
La respuesta de Chávez sentó el patrón que Maduro ha
prolongado: escamotear las atribuciones y los presupuestos de las gobernaciones
y alcaldías en las que el régimen resulte derrotado y nombrar protectores para
cada región, a la manera de los gauleiters nazis. En casos extremos, se
encarcela al alcalde problemático. O bien, se arroja desde un décimo piso al
concejal electo, batallador e irreductible.
Todo hay que decirlo: la cúpula opositora, al acudir a
las elecciones regionales de 2017, convocadas por una espuria Asamblea
Constituyente madurista, desconoció cínicamente un referendo convocado por ella
misma para repudiar la inminente y fraudulenta elección de la Constituyente.
El abstencionismo venezolano no responde a una campaña
en Twitter, como afirman algunos comentaristas. Es fruto de un largo proceso,
alentado por el régimen, de desvalorización del voto como fundamento
democrático, ¿puede extrañar la elevadísima abstención del domingo pasado?
Con todo, adviértase que hay veces en que abstenerse
es elegir.
Ibsen
Martínez
@Ibsen_martinez
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