En el señero infierno
que Sartre urde para su pieza “A puerta cerrada”, tres personajes, tres
monstruos morales que se han perdido en el foso de su ensimismamiento, aguardan
para ser torturados. La espera por el verdugo que no llega, sin embargo, revela
un designio más perverso: han sido conducidos allí para torturarse mutuamente.
“Estaremos nosotros solos y juntos para siempre… El verdugo es cada uno de
nosotros para los demás”, avista Inés; después de todo, una habitación sin
ventanas ni espejos -sin ningún chance de efugios- no deja más opción que
trajinar con el peso de “los ojos clavados en mí”. La ventana y el único espejo
en el que se distinguen son los que opone el ojo eternamente abierto de quien
los escudriña.
La mirada del otro puede
ser implacable. Pero quizás en situación límite, en sociedades dislocadas por
la anomia, el aislamiento y la rabia, esa mirada que también nos hace existir,
muta en guadaña aún más severa, una que avanza a ciegas, que amputa y descabeza
sin ton ni son. Basta ver a lo que ocurre con las redes sociales en nuestro
país, por cierto, para entender la catadura de esa hoguera. “El infierno son
los otros”, es lo que un descarnado Sartre pone en boca de Garcin, aludiendo al
suplicio de la convivencia. Sí, hay sufrimiento cuando se esfuma la tolerancia
necesaria para lidiar con lo diferente, para habilitar ese ser-para-otro
volcado en el humano ejercicio de la libertad con consciencia.
Ocurre con Garcin,
Estelle, Inés; la comunicación negada, la dificultad para refrenar el deseo de
poseer al otro. De allí sus ecos, los “amigos del garrote y la mordaza”, como
los mienta Pérez-Reverte. Estalla la disonancia, y un odio de cascos ligeros
hinca su pezuña en el cortijo vecino, rebota como cuchillada retórica presta a
la degollina. El malestar ante la presencia de quien nos grita que no estamos
solos en el mundo, parece borrar la certeza de que es la aceptación de esa
plural concurrencia lo que permite superar el estado de naturaleza, la atávica
afición por convertirnos en lobos del prójimo; y evolucionar entonces como
sociedad política, dispuesta a pactar para sobrevivir.
Y es que a pesar de la
angustia que invade todo el ser, de la colosal náusea impregnando la mira
existencialista, lo cierto es que no podemos librarnos de los infiernos que
entraña la otredad; noción que con todo y su punzante carga, redimensiona el
álgebra de lo humano. Irónicamente, el mismo Garcin, un “ausente” hostigado por
el barrunto de su cobardía, da con la clave perdida: “Ninguno puede salvarse
solo; o nos perdemos juntos o salimos juntos del apuro.”
Lógicamente (y a menos
que la desensibilización frente a la muerte suprima toda urgencia de
autopreservación) “perdernos juntos” no es solución a la que una voluntad
ganada para la vida debería aspirar. Sobrevivir, salir juntos del apuro (lo
cual pasa por aprender a agenciar la coexistencia, por rehabilitar el espacio
público y evitar que la polis se desintegre) es lo que receta tanto el instinto
como la razón. En ese sentido, la cultura del solipsismo se opone per se a la
experiencia política: le es inútil. Ni siquiera ha sido viable en la habitación
cerrada que obliga a tres extraños a catar el filo de la mirada ajena, esa que
interpela, desafía o maltrata; que nos vuelve objeto y sujeto, que no duda en
arrancar la piel o abrir surcos en la psique; que inflama o acorta nuestro
ímpetu, para bien o para mal. Que nos bautiza, en fin, como distintos.
A contrapelo de la tentación de silenciar al
otro para olvidar que sigue allí, es inevitable sentirlo hasta los huesos: ese
es el gran dilema. Lo que se anuncia para Venezuela no se resolverá con
coartadas para eludir el desgaste de lo dialógico, más cuando la lucha agonista
fue degradada por el naufragio, por la emergencia de un yo despojado de
consciencia del destino común. ¿Cómo enfrentar el archipiélago, ese infierno
que cada día se hace más estrecho, más palpable para todos? ¿Cómo subir al lomo
de la incertidumbre para domesticarla antes de que la puerta se cierre?
Más allá de la tortura
de vivir juntos, persiste un susto mayor: no poder actuar para cambiar la
realidad que nos estrangula. No es angustia leve para cerrar un ciclo, pero de
nuevo nos lleva a invocar la sanación que brinda lo político. Ojalá, una vez
lamido cada arañazo y asimilada la rotura, haya disposición para re-crear la
acción comunicativa que se ha deshecho. Para plantarse ante ese ojo a menudo
hosco y amenazante, e incorporarlo como vivencia de identidad propia, como
atisbo de autoconciencia. Para sacudir la pasividad y emprender un proceso de afirmación
que contemple ese juego de miradas reflejadas que nos hace ser en un nos-otros.
Elegir estar juntos para lo útil, optar por no salir disparados de la
habitación aun cuando la compañía no descoloque, encontrar la forma de huir de
los pirómanos para, finalmente, dialogar y solidarizarnos, quizás sea algo que
importe mucho más en lo adelante.
Mibelis Acevedo Donís
@Mibelis
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