jueves, 21 de febrero de 2019

GABRIEL BORAGINA, CRISTO Y LAS RIQUEZAS


Muchas personas han encontrado y siguen encontrando conflictos entre sus principios morales y religiosos -por un lado- y la posesión de bienes materiales -por el otro-. Y en no pocas oportunidades la Iglesia católica se ha pronunciado también en dicho sentido, como -por ejemplo- con el actual pontificado de Francisco I. Pero, no sólo los católicos, sino otros cristianos también son unánimes en su condena a la riqueza como algo inmoral por sí mismo. Por eso, en tiempos donde todavía quedan quienes dicen que Nuestro Señor Jesucristo fue un ferviente enemigo de los ricos, será oportuno volver sobre este tema.

La prédica cristiana contra la riqueza debe -nos parece- ser entendida en su contexto temporal, para lo cual es importante conocer cuáles eran las circunstancias económicas que imperaban en tiempos de Cristo. En su vista, resulta necesario remontarse más atrás aún. Veamos entonces que dice la historia sobre aquellos tiempos: 

"[…] la casa de Omri, mundana y exitosa como Salomón, también suscitó agrio resentimiento social y moral. Las gran­des fortunas y las propiedades se acumularon. Se incremen­tó la distancia entre ricos y pobres. Los campesinos se endeu­daron, y cuando no podían pagar, se los expropiaba. Esta medida contrariaba el espíritu de la ley mosaica, aunque no contradecía taxativamente su letra, pues a decir verdad insiste sólo en que uno no debe desplazar los mojones de un veci­no."[1] 

No hay noticias que estas lamentables circunstancias se hubieran modificado en tiempos de Cristo. A la inversa, parece que se habrían agravado. De allí, la insistencia del Señor frente a los ricos que amaban a sus riquezas. Esos ricos no lo eran por derecho propio, sino por explotación al pobre. Si encima amaban el producto del botín, tanto peor. Hay que entender que, desde los comienzos de la civilización hasta el siglo XVIII de nuestra era la economía mundial era una economía de suma cero (lo que ganaba uno era porque lo perdía otro u otros, y viceversa). En dicho contexto, toda riqueza era injusta. Y era riqueza todo lo que superara la mera supervivencia o poco más.

Si bien había monedas circulando por Palestina, tanto romanas como judías, ello no implicaba que todos tuvieran acceso a ellas. El grueso de las transacciones se celebraba a través de trueques, sobre todo entre la población más pobre.

Había, pues, dos pecados a condenar por Cristo: por el primero, ganar a costa de otro y, por el segundo, amar el botín más que al prójimo, e incluso, más que a uno mismo. Extrapolar aquellas condiciones económicas a nuestros tiempos actuales se mantiene vigente en cuanto a la segunda censura (amor a la riqueza, lo que presentemente se conoce como avaricia o codicia). En cuanto a la primera (economía de suma cero) sigue sucediendo en aquellos lugares (que son muchos por desgracia) donde no se aplica (o se lo hace escasamente) el sistema capitalista de producción. Y, en general, es la forma en que los gobiernos habitualmente operan, apropiándose de la riqueza producida por los particulares, a través de los impuestos y otros artilugios legales. Tomarlo en otro sentido -como, por ejemplo, una censura a cualquier tipo de riqueza- no sólo descontextualiza el texto bíblico, sino que desfigura la enseñanza cristiana. 

"Los reyes se opusieron a la opresión de los pobres por la élite, porque necesitaban de los hombres pobres para sus ejércitos y sus cuadrillas de trabajo; sin embargo, las medi­das que adoptaron fueron débiles. Los sacerdotes de Siquem, Betel y otros santuarios eran asalariados, que se identificaban estrechamente con la casa real, se preocupaban por las ceremonias y los sacrificios y no demostraban interés —se­gún afirmaban sus críticos— por la angustia del pobre."[2] 

Evidentemente la descripción del autor peca de poca claridad. Hemos de entender -empero- que esta angustia era económica y no de otro tipo, ya que la angustia económica lleva a la física. Pero, aparentemente, la elite oprimía físicamente a los pobres, probablemente reduciéndolos a la esclavitud, es decir, sin paga. En tanto, ha de suponerse que los reyes retribuían -de alguna manera- los servicios de los pobres en el ejército o en esas cuadrillas de trabajo. Si lo relacionamos con el párrafo anterior, hemos de concluir que esos pobres eran los ex-campesinos expropiados, o no. Sabemos que las deudas se pagaban con la cárcel. Incluso en la Biblia hay constancias de que así era. Es factible que, en otros casos, el deudor fuera reducido a la esclavitud, ya sea como siervo de su acreedor o vendido por este a terceros. 

"En estas circunstancias, los profetas reaparecieron para expresar la conciencia social. […] Durante el gobierno de la casa de Omri, la tradición proféti­ca se fortaleció súbitamente en el norte gracias a la sorpren­dente figura de Elías. […] Como casi todos los héroes judíos, era de origen pobre y hablaba por ellos. […]Hacía milagros en beneficio de los pobres y se mostró suma­mente activo en periodos de sequía y hambre, cuando las masas sufrían".[3] 

Si bien el historiador describe aquí tiempos muy anteriores a la aparición de Cristo en el mundo, cabe destacar que las circunstancias socioeconómicas de su época no eran muy diferentes e, incluso, lejos de experimentar progreso denotaron franco retroceso. Los profetas se encargaron de denunciar la explotación a los pobres. La economía era agrícola mayormente y ganadera en menor escala. Se comprende entonces que las sequias provocaran hambrunas recurrentes. Resulta lógico que Cristo se hubiera rebelado contra aquellas conductas y cosas, y enfocara su discurso adverso a los efectos malsanos de las condiciones sociales deplorables de su tiempo.

Examinando los Evangelios resulta notable, por ejemplo, el énfasis que se le dan a las comidas. Lo que en nuestro día es algo casi común y corriente para la mayoría de la gente (las típicas tres comidas diarias o cuatro si se cuenta la merienda) eran una rareza en tiempos bíblicos. No se comía varias veces al día y en ocasiones tampoco se comía todos los días. Sólo los ricos podían darse ese lujo. La parábola del mendigo Lázaro y el rico grafican -de algún modo- ese contexto. De allí que, en los Evangelios las comidas se presentan como ocasiones de grandes acontecimientos o eventos de suma importancia. Y a ellas concurrían muchas gentes. 

[1] Paul Johnson, La historia de los judíos. Ediciones B, S. A., 2010 para el sello Zeta Bolsillo. Pág. 104-105
[2] Johnson, P. La historia…ibidem.
[3] Johnson, P. La historia…ibidem.

Gabriel S. Boragina
gabriel.boragina@gmail.com
@GBoragina

No hay comentarios:

Publicar un comentario