domingo, 5 de abril de 2020

OFELIA AVELLA:HACIA UN HUMANISMO CRISTIANO

No es posible agotar un tema tan importante en un solo artículo, pero intentaré esbozar unas primeras ideas en las que profundizaré más adelante. Se trata además de una inquietud con la que crecí y que sin pretenderlo mucho, me ha ido implicando con los problemas del país, pues no es posible vivir aquí sin advertir lo poco cubiertas que están tantas necesidades básicas en muchos venezolanos.

Para hacer un apretado resumen e ir al núcleo de lo que deseo transmitir, me centraré en las ideas tratadas en el capítulo “¡No tengáis miedo!” de la biografía escrita por Weigel sobre Juan Pablo II y, más concretamente, en el apartado que aborda la visita del Papa a Puebla (en México) en 1979  y el significado de la liberación cristiana.

El tema a tratar en su participación en la asamblea general de la Celam (Consejo Episcopal Latinoamericano) era “la cuestión de qué clase de Iglesia iba a ser en América Latina el catolicismo posterior al Vaticano II”, pues “la solución a la pregunta determinaría el futuro de una mitad del catolicismo mundial”.

El Vaticano II preveía un diálogo del humanismo cristiano con la modernidad, de modo que las estructuras sociales se abrieran a un gradual cambio que redundara en todo tipo de beneficios para los pueblos. En nuestros países, las inquietudes giraban en torno a las injusticias sufridas por los más pobres y la urgencia de satisfacer sus demandas. Así, “después del Vaticano II, la pregunta no era si la Iglesia se comprometía con los profundos problemas y las injusticias con que se enfrentaban los pobres de América Latina, sino cómo lo haría”. Algunos se inclinaban por una “estrategia revolucionaria, inspirada en las categorías marxistas del análisis social y económico”. Otros insistían en lo que yo veo como fundamental: más que las llamadas “estructuras de pecado”, el núcleo de toda transformación es el corazón humano, pues lo que nos daña proviene de esa intimidad en la que cada uno se decide o no, a amar. Lo que brota hacia afuera es solo una consecuencia de lo que hay dentro.

La Iglesia no puede “tomar postura” por unos “en contra” de otros. Ese no es el mensaje de Jesús, quien vino a dar su vida por todos. Es cierto que “en América Latina, la Iglesia tenía un déficit histórico en dar poder a los pobres. El hecho de haber estado aliada demasiado tiempo con la oligarquía y los privilegios la había llevado a perder su incisividad profética en el trato con el poder terrenal.” Se precisaba, sí, de una renovación, como lo han requerido también tantos otros momentos de la historia. Había que “devolver la Biblia al pueblo” y “vincular la liturgia de la Iglesia y la celebración de los sacramentos a la vida diaria de la gente”: algo en lo que insistían las teologías de la liberación.

Ahora bien, Juan Pablo II dejó claro que Jesús no podía ser reducido a un revolucionario, a un Libertador, que incitara a la violencia. El Hijo de Dios había venido a salvar a todo el género humano y solo en virtud de la conversión de cada uno podía generarse un impacto sobre la dinámica política, social y económica de los pueblos. La violencia, la rabia interior, toda pasión irracional –no dominada- que derive en un enfrentamiento con el prójimo, no es cristiano. Por eso, cuando se interpretan los documentos de la Iglesia desde la óptica del marxismo, la liberación se reduce a sacar al otro de una situación de opresión criticable, injusta, sí, pero no la fundamental, pues esta última remite a su situación interior. Para que el amor invada el corazón, todo hombre debe disponerse -si quiere- a la purificación de todo lo que le es contrario. Algo difícil, pero lo realmente reclamado por Jesús.

Cuando Él curaba a los enfermos, también les perdonaba sus pecados. Se aseguraba, además, de decirlo, pues el milagro material era signo de lo que podía hacer en las almas: “¿Qué es más fácil decir: «Tus pecados te son perdonados», o «Levántate y camina?». Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vuelve a tu casa” (Lc 5, 23-24).

Así, pues, en Puebla, Juan Pablo II insistió en que la verdadera liberación provenía del humanismo cristiano, no politizado y secularizado, del Vaticano II. El contenido salvífico del Evangelio no debía ser interpretado desde las categorías de opresores y oprimidos en enfrentamiento continuo. Acostumbrado, además, a lidiar “con la cuestión moral de la violencia revolucionaria como respuesta a la injusticia social” (experimentada en Polonia), el Papa sabía bien de qué hablaba. Muchos lo tildaron, sin embargo, de “conservador” y “ortodoxo”. Poco después, cuando habló en Culiacán, manifestó esa “sed de justicia” de la que hablan las bienaventuranzas. De un modo apasionado, como sugiere Weigel, “cargó contra las injusticias que habían alterado las vidas de los pobres de América Latina y acusó a los responsables de que siguiera oprimiéndose a los que no tenían poder”.

Muchos interpretaron que ambos discursos eran contrarios, pero lo cierto es que hablar de la conversión del corazón no equivale a ser “conservador teológico”, así como exigir justicia no implica ser “malo”, “liberal social y político”. Lo que el papa había dicho en Puebla “estaba implícito” en lo que dijo en Culiacán, donde habló con fuerza sobre las injusticias que sufren los más pobres. La santa sed de justicia no está  penetrada de rabia, sino movida, al contrario, por un profundo deseo de que el reino de Dios, con su poder transformador de los corazones, baje a la tierra, pues el verdadero amor mueve a actuar al alma en la que habita.

La palabra de Dios, impregnada de amor, nos salva a todos en nuestras personales circunstancias. Todo es bastante más complejo: la riqueza y la pobreza no son exclusivamente materiales. Las hay también espirituales, lo que no excluye la necesidad de solucionar -de manera urgente- los problemas de los más pobres.

El punto es que la Iglesia y, por tanto, el humanismo cristiano “«no necesita recurrir a sistemas ideológicos  para amar, defender y colaborar en la defensa del hombre». Le basta con mirar a Cristo”. El no odió a nadie y ese es el amor que pide a quien quiera seguirle.

Digo esto porque al marxismo subyace un “error antropológico” grave que penetra luego la política y la economía. Bajo esta óptica el hombre es un ser anónimo que se reduce a una pieza del engranaje de una dinámica en la que se le oprime. Un verdadero humanismo reconoce en el hombre a una persona con una particular vocación: con talentos que deben ayudársele a descubrir y desarrollar para que, lográndolo, se inserte en la dinámica de la sociedad siendo actor de su vida y no esclavo de los demás o una “víctima de fuerzas ciegas”.

Con la pandemia, nuestro mundo está evidenciando que los hombres nos necesitamos unos a otros. Muchos han experimentado la alegría de servir a los más vulnerables ante la llamada a responder hasta el “extremo” en la donación de sí mismos. Otros han experimentado la necesidad de ser amados y ayudados. El valor de la vida ha adquirido otro rostro al recordarnos nuestra finitud.

Nuestros problemas, como país, ameritan de una visión del hombre que redefina nuestra ubicación en el mundo y que trascienda, al hacerlo, esas categorías de explotadores y oprimidos que tanto daño nos ha hecho. Más allá del fracaso económico innegable, una de las grandes lecciones palpables es que el desorden que se ha desbordado nace en el corazón del hombre, independientemente de su clase social. Pienso que urge ahondar en una antropología que responda a las más íntimas exigencias del ser humano: una que disponga a la comunión con los demás y en concreto, con los más vulnerables. De lo contrario, todos los esfuerzos por salir de este colectivismo sin alma podrían revertirse, pues los problemas que teníamos se han agravado. Y mientras haya pobreza, el marxismo y el recurso a la violencia son siempre una amenaza.

La Iglesia, con su mensaje de amor, puede ayudarnos mucho en este proceso de clarificación de lo que sea el verdadero humanismo cristiano. Pienso que nuestras circunstancias nos piden ver que todas las vidas están entrelazadas y son muchas las personas que precisan de ayuda (bien sea material o espiritual) para surgir.

Ofelia Avella
ofeliavella@gmail.com
@ofeliavella
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