¿Sabía usted que el amoniaco tiene un gran potencial
para mitigar el calentamiento global? Yo no tenía ni idea hasta que la
curiosidad me puso a leer por ahí. El fétido gas no es el único amigable. Sume
el propano, el isobutano y hasta el dióxido de carbono, así no crea útil este
último.
La historia de tan sorprendentes metamorfosis se puede
sintetizar así: pese a que Joseph Priestley descubrió en 1754 que el amoniaco
poseía propiedades termodinámicas convenientes para la refrigeración, también
tenía bemoles, como el olor, la incompatibilidad con el cobre y la toxicidad en
grandes concentraciones, de suerte que ya en el siglo XX la industria del frío
se inclinó por los clorofluorocarbonos (CFC). Sin embargo, en los años 70 se
concluyó que al fugarse y ascender en la atmósfera estos gases destruían la
delgada capa de ozono (O3), que absorbe entre el 97 y el 99 % de los rayos
ultravioleta del sol, protegiendo así a nuestra piel de una epidemia de cáncer
que podría ser devastadora. Sin ozono, no habría vida humana, pues
prácticamente todos los expuestos al sol padecerían de cáncer en la piel.
Listo, entonces se lanzó una campaña, que culminó en
el Acuerdo de Montreal (1987) para sustituir estos gases por otros, conocidos
como hidrofluorocarburos (HFC), inocuos para el ozono pero letales en materia
de calentamiento global, hasta el punto de que su efecto se calcula entre 1.000
y 9.000 veces más potente que el de una cantidad equivalente de CO2. Dado el
colosal error de la industria, fue necesario que en 2016 representantes de 170
países firmaran en Kigali, Ruanda, una enmienda al Acuerdo de Montreal, para
ahora sustituir los sustitutos en forma gradual, primero los países ricos,
después todos los demás. ¿Qué se usaría en su lugar? Lo adivina usted: el fétido
amoniaco propuesto originalmente por Priestley o el propano, el isobutano e
incluso el dióxido de carbono. Se trata de una industria en desarrollo que
promete muchos puestos de trabajo y muchas ganancias.
La pregunta obvia es qué estaban pensando los científicos
y los técnicos que en 1987 propusieron una solución tan deletérea como los
gases HFC para salvar la capa de ozono. ¿No investigaron un poco antes de
incurrir en un riesgo ambiental de semejantes proporciones? ¿Por qué debieron
pasar 20 años con un potencial destructivo tan grande de los métodos de
refrigeración —latente en todas partes, aunque por fortuna todavía no
realizado—?
Todo lo anterior significa que un factor clave en la
salud del planeta depende de los aciertos o errores que se cometen en la
investigación científica. El otro factor clave es la velocidad a la que se
pueden implementar las soluciones, una vez aceptadas por una cantidad
suficiente de científicos. Porque para la mayoría de los más graves problemas
ambientales ya hay, al menos sobre la mesa, soluciones viables de costo
accesible. Está claro, por ejemplo, que la reducción en el desperdicio de
comida o la abundancia de vegetales en la misma, sin por ello prohibir la
carne, tendrían efectos benéficos masivos. Lo mismo está claro en el abandono
de la leña para cocinar, sustituyéndola por estufas eficientes de otras
tecnologías. Sin embargo, nada que arrancan estos programas con fuerza, como el
que sí se logró para salvar la capa de ozono o para desarrollar en tiempo
récord las vacunas contra el COVID-19. ¿Qué falta, algún susto colosal que nos
ponga a todos en movimiento? No se sabe.
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Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
Colombia
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