¿Optimismo
o pesimismo? ¿Fe o descreimiento? Las encrucijadas que plantea nuestro reverdecido
paisaje político no dejan de morder talones. ¿Qué hacer con la incertidumbre,
cómo moverse ante situaciones que eluden la gruesa previsión, en especial
cuando en otro flanco aguaita la tarasca anti-democrática? ¿Cómo desanudar el
dilema estratégico, eludir el charco del pensamiento binario y, si cabe, sacar
jugo a la ocasión?
A santo del
riesgo de dejarse llevar por el solo deseo, y recordando a un preclaro Raymond
Aron, José María Lassalle invitaba a prescindir del “optimismo falsamente
estructural” que la caída del bloque soviético inyectó en la mentalidad de
Occidente, por ejemplo. Entonces prevaleció un entusiasmo que Fukuyama supo
potenciar con su alusión al fin de la historia. El siglo XXI, no obstante,
llevó a la humanidad a tropezarse con sus viejos demonios. Los ecos de Vico, el
reflujo de los corsi e ricorsi, sugerían que un optimismo que invita a bajar la
guardia frente al autoritarismo nunca es recomendable.
Pero las
lecciones de Aron y su aterrizaje en el presente caminan más allá. Acercarse a
la política con mirada desengañada, sí, aunque jamás entregada al fatalismo, es
matiz relevante en nuestro caso. Al calibrar los hechos para tomar decisiones y
diseñar estrategias, Aron avisa que lo prudente es procurar equilibrios que
permitan, por un lado, atajar al utopismo; y por otro, salirle al paso al
“pesimismo histórico”, a la resignación y el sometimiento a pautas genéricas.
El principio de realidad llevaría a bordear el escepticismo, seguramente. Pero
un escepticismo que responda al pragmatismo fructuoso, ese que ve en la
política más “el arte de las decisiones sin retorno y los planes elaborados”
que la faena viciada por una percepción demasiado sombría de la naturaleza
humana.
En las
antípodas de un “determinismo vulgar”, entonces, la recomendación es distinguir
el realismo del pseudorrealismo o “realismo cínico”. Es preciso partir de la
evidencia y su riguroso examen, ciertamente. Pero no para rendirse ante ella,
no para usarla como alegato que bendiga la parálisis o para rebanar narices que
se asomen a catar el aire, sino para descubrir cómo transformarla.
En el marco
de la reciente designación del CNE, las declaraciones de la Secretaria de
Asuntos Iberoamericanos de España, Cristina Gallach, ilustran lo dicho. Al
describir la política de su país respecto a Venezuela como “acompañamiento, no
tutelaje", pone otros primorosos puntos sobre las íes. No es tibieza sino
“realismo inteligente” lo que inspira la postura española, afirma. “Realismo en
el diagnóstico, en ver las cosas como son y no como nos gustaría que fueran. Y
realismo en las propuestas de acción para perseguir nuestros objetivos”.
Afinar la
vista, claro, pide valorar un escepticismo que induce a “ver para creer”, no al
revés. Más cuando la ausencia de resultados de un mantra inmodificable fue
señalada hasta el cansancio. Sí: sobre rogativas que pregonaban “fuerza y fe” y
cancelaban con pavor principista cualquier duda; sobre operaciones fruto del
frenesí de aliados externos que abolían la autonomía del liderazgo local, o sobre
la tendencia a esperar ceses y portentos brotando de la fuente seca de la
inercia, no faltaron cuestionamientos. Tampoco sorderas.
Por eso
conmueve ver a algunos de los devotos de ayer en plan de Moiras inclementes. El
elástico petitorio de aguante mutó acá en metralla. Así, la audacia de
organizaciones de la sociedad civil y sectores políticos fue reducida a
trapicheo de “opositores mampuestos”; y la proeza de convencer a decisores
renuentes, tildada de treta para desbancar al interinato mientras se “legitima”
al gobierno de facto.
Cosas
veredes. Amén del problemático enganche en el enfoque de iure -esto, en lugar
de atender a la naturaleza de esos actores “que hacen que funcione la
realidad”, como explica Aron- notamos cómo ese descreimiento levanta su
cuchillo contra el posibilismo. Las abstracciones moralistas nada resuelven,
apenas logran hermosear la hueca expectación, la impotencia. Eso no ha evitado,
sin embargo, que la realidad siga apretando cuellos, por más que la ignoremos.
Entonces, ¿cuál actitud conviene asumir ante el ostensible hecho político? ¿La
del cínico, la del beato, o más bien la del realista que, aceptando la
dificultad y el potencial de situación, intenta fluir con ellos?
En virtud
de esa comprensión, los dilemas lucen menos inextricables. La ola que crece a
favor de los acuerdos y la participación electoral -esa que habilitaría un CNE
producto de un inesperado consenso- podría inaugurar una fase con nuevas reglas
de juego e incentivos para la oposición. A pesar de la desconfianza, será justo
valorar cada señal, precisar cómo responde a la lógica interna de los
acontecimientos, descifrar cómo acompañarla. El pétreo determinismo poco aporta
a agentes de cambio, ávidos de soluciones. Esa plasticidad que hoy espanta al
moralista político, es virtud que asiste a quien ha decidido ver las cosas como
son.
Mibelis
Acevedo D.
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Venezuela
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