El
presidente Trump proclamó en su campaña por la reelección que Estados Unidos
nunca sería socialista, que libraría al hemisferio de toda tiranía y en
particular a Cuba, Nicaragua y Venezuela del comunismo; pero ocurrió todo lo
contrario: se armó un frente globalista sin precedentes para derrocar su
gobierno, desmantelar sus líneas políticas y, de ser posible, inhabilitarlo
políticamente de una vez y para siempre.
Los
socialdemócratas apelaron a las tácticas, que son harto conocidas desde que
entraron en la escena política mundial, de combinar “todas las formas de lucha”,
esto es, la violencia e intimidación pública, el fraude electoral, el asalto de
las instituciones para destruirlas desde adentro y una propaganda insidiosa
para trastocar la percepción de la realidad en una fantasía revolucionaria.
Estas
fórmulas, que están en el manual del perfecto bolchevique, han demostrado una
desconcertante elasticidad porque, no obstante que se han denunciado una y otra
vez, siguen siendo evidentemente eficaces y no se ha encontrado ningún antídoto
político efectivo contra ellas, una vez que se ponen en marcha parece que no
hay manera de detenerlas hasta que logren su culminación, de alguna manera es
cierto que “el comunismo solo se supera realizándolo”.
Los
socialdemócratas tomaron por asalto al Poder Ejecutivo, ya controlan el Congreso
y van por la Corte Suprema de Justicia, añadiendo 4 magistrados a los 9 ahora
existentes, con lo cual insurgen contra otra ancestral superstición americana
que repudia al número 13, tanto que en algunos edificios saltan olímpicamente
del piso 12 al 14.
Lo más
inquietante y novedoso es que en Estados Unidos está en marcha una auténtica
revolución y todavía muchos ilustres formadores de opinión repiten que no, que
eso no puede pasar aquí, como decían los cubanos que Estados Unidos nunca
permitiría el comunismo en Cuba o que Venezuela no es Cuba. Los comunistas
ganaron; pero de esto no hacen, tácticamente, ningún alarde.
Lo cierto
es que la nueva administración resolvió el problema del triángulo del mal de la
manera que suele hacerlo, cambiando las palabras: ahora estos países no son
socialistas sino “autoritarios y corruptos”, por lo que no recibirán dinero de
Estados Unidos. No recibirán dinero, dicen, pero tampoco sanciones, todas las
cuales serán sometidas a escrupulosa revisión.
En el caso
de Cuba es evidente el retorno a la doctrina Obama, que condujo la negociación
del llamado “deshielo” bajo el más estricto secreto, de manera que cuando lo
anunciaron en noviembre de 2014 sorprendieron a propios y extraños. Luego,
Alejandro Castro Espín y el arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, publicaron
sendos libros para dar su versión de cómo se armó la Trinidad de Obama, Castro
y el papa Francisco, sin que nadie se diera cuenta.
La
propuesta actual es de una aplastante simplicidad: Cuba debe incorporarse a la
agenda globalista en lo que están, sin duda, bastante avanzados. Ya puede
hablarse de socialismo ecológico y sustentable, de matrimonio “igualitario”,
para lo que solo se espera la promulgación de un nuevo código de “familias”, en
plural, porque ya la Constitución dejó la cama tendida, de la “inclusión” de
géneros, equilibrio racial, etcétera.
Los medios
globales aplauden a rabiar, con lo que puede proyectarse el neocastrismo por 60
años más y continuar su avance en toda Latinoamérica, como se observa en
Colombia donde Gustavo Petro llamó a votar por Biden, Juan Manuel Santos
organizó eventos en la Gran Manzana en apoyo a su candidatura, Piedad Córdoba
se retrató con Nancy Pelosi y The New York Times condenó a Álvaro Uribe como el
principal obstáculo para la paz.
Los
bolcheviques norteamericanos no son mejores que los de cualquier otra parte del
mundo, desde Cuba, pasando por Rusia, hasta China: absolutistas,
aristocráticos, pudientes, todos vocean la vieja consigna que dice “si los
hechos contradicen mi doctrina, peor para los hechos”.
Lo único
que realmente impresiona de estos revolucionarios es el currículo que ostentan,
la suya es quizás la única revolución explícitamente académica de la historia,
que se permite prescindir de obreros, campesinos, soldados e incluso de
estudiantes, para apoyarse en eruditos profesores, con una masa de maniobra en
el lumpen urbano.
No parte de
la estructura económica y social sino de la superestructura ideológica, no
trastoca la existencia real de las personas sino su percepción del mundo, no es
materialista en sentido tradicional sino lingüística. Por esto hay que
prestarle atención a las palabras, tanto las que usan y quieren imponer como las
que repudian y procuran proscribir.
Tomemos
como un ejemplo ilustrativo a esa pujante empresa denominada Black Lives
Matter, que los medios globales presentan unánimemente como “antirracista”,
pero que basta detenerse en el nombre y ver que significa algo así como “las
vidas negras importan”. Pero, ¿a quién se le podría ocurrir que la vida de un
negro sea ella misma “negra”? Solo a
quien lleva el racismo a un extremo al que no se atreven los llamados
racistas científicos.
Un
movimiento que tiene a la raza como eje, no solo de su autopercepción y
proyección, de su discurso, organización, movilización, propaganda y propuestas
políticas, es racista. Pero el hecho de que los medios globales lo presenten
como “antirracista” no es descuido, error o ignorancia, sino un aspecto
esencial de la estrategia de presentar las cosas exactamente al revés de lo que
son en realidad.
Barack
Hussein Obama II aún como presidente se refería a la Constitución como “pedazo
de papel” si no expresaba los factores reales de poder de la sociedad, citando
a Fernando Lasalle, el padre de la socialdemocracia alemana, sin mencionarlo.
Declaró asimismo que hubiera ganado un tercer período presidencial de haberse
presentado, lo que la Constitución prohíbe expresamente.
Hillary
Clinton votó bajo protesta como elector presidencial porque no está de acuerdo
con esa institución que, a su juicio, debe ser eliminada porque si así fuera
ella habría ganado las elecciones de 2016. De hecho, los medios eliminaron la
elección indirecta proclamando un “presidente electo” cuando los colegios
electorales ni siquiera habían sido seleccionados.
No
obstante, todos se presentan a sí mismos como defensores de la Constitución y
acusan a los patriotas de sedición, traición a la patria y otros epítetos
habituales que conocemos de sobra en estas latitudes pero que parecían
imposibles en los países civilizados.
Los
globalistas libran una lucha sin cuartel contra las terminaciones “o” y “a” que
indican algún género, a favor de una neutral “e”, excepto en el caso de
“presidente”, que por alguna razón debe terminar en “a” cuando el cargo lo
desempeñe una mujer, aunque cuando lo hace un hombre no le dicen “presidento”.
Y éste no
es un asunto baladí: No se trata solamente de un atropello al idioma sino de
una rebelión contra la coherencia, de manera que el lenguaje deja de ser la
argamasa que une los ladrillos con los que se construye la realidad. Las
palabras cambian al mundo. La crisis en la frontera sur se resuelve prohibiendo
el uso del término “crisis”, no hay “extranjeros”, “indocumentados”,
“ilegales”, sino que debe hablarse de “no-ciudadanos”.
Si Estados
Unidos tuviera alguna filosofía fundacional serían el pragmatismo y el
utilitarismo que heredaron de la Gran Bretaña, por eso es tan importante la
subversión del sentido común, que hasta hoy era el hilo conductor de su
desenvolvimiento social.
La razón
ilustrada, el pensamiento científico, la lógica elemental, se atacan no menos
que a la religión, familia, propiedad privada y Estado, representado en la
policía, como instrumentos de dominación del hombre blanco, judeocristiano,
heterosexual, el esclavista que hay que aniquilar.
Esto
parecería una broma si no estuviera costando tantas pérdidas de vidas y bienes.
Lo peor es que la revolución americana apenas está comenzando y si juzgamos por
sus antecedentes en los siglos XIX y XX, su potencial destructivo es
inconmensurable.
A menos que
la mayoría silenciosa despierte y se haga escuchar.
Luis Marin
lumarinre@gmail.com
@lumarinre
Venezuela
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