La sociedad venezolana se asoma secuestrada a través de los barrotes de la realidad impuesta por el poder. El mundo se ha acostumbrado a mirarnos así. Maniatados de manos, pies y pensamiento, vamos dejando de existir a merced de nuestros quejosos pesares náufragos.
Da vergüenza
escribirlo, es verdad, pero ya se ha hecho costumbre afirmar que después de
tanta lucha por libertad, justicia, salud, educación, actividad productiva o
empatía con nuestros semejantes, nos hemos convertido en fantasmas inservibles
que pueblan el desván ocupado por otros trastos fracasados.
Pensar, actuar, comunicarnos
o cambiar de lugar, son ejercicios peligrosos propensos al peor de los
destierros. Ni qué decir de la indiferencia o el descreimiento que suelen ser a
veces caminos aprendidos, exilios interiores, en el adestramiento cotidiano de
la frustración colectiva.
Vivimos en el
aturdimiento de tiempos impuestos por la ignominia. En ello fantaseamos estados
de normalidad, a sabiendas a veces de nuestro auto engaño, que se distraen
entre lo memorioso de ingrávidos recuerdos personales de perfumado pasado, u
otros caminos políticos que por complacientes no hacen sino convalidar el
destino presente.
La realidad, otra vez
ese muro, se impone como catedral muda y sorda sin santos esquineros a los que
prender vela en busca de esperanza. No queda duda que la brutalidad se ha
impuesto como ejercicio social y constante; la brutalidad como fórmula; cual imposición
cultural; expresión soberbia de nuestra destrucción; paradigma adquirido por
las palabras, los gestos, los sentidos; obra y maniobra para hacer posible e
imponer la condición de esclavo-amo, el goce del premio a cambio de la
sumisión, o el juicio implacable del castigo frente a la desobediencia. La
risotada indemne de la humillación.
Lo que practicamos en
la vida real no es ejercicio de deberes y derechos, sino expresión de una
permanente insatisfacción provocada y calculada de angustia, miedo, oscuridad;
ejecutado plan desde amplias oficinas acondicionadas a tal fin.
Lo que estamos viviendo
es el desplante, el desdén de la brutalidad como forma de percibir y entender
al otro; como cartilla para que aprendas que estás a merced de los que mandan,
que ya no se sabe ni quienes, y que así se exhiben sin pudor ni matices pues se
sienten seguros en un mundo de impunidades compartidas entre cófrades,
compadres y compinches.
En esa realidad es
donde pensar es un peligroso lujo y guarecerse una necesidad impostergable. No
hay frontera segura pues el miedo ha construido territorio por doquier. Estamos
pues en presencia de selva que nos traga. Y esa brutalidad va creciendo,
exhibida o agazapada, rápida o lenta, a raudales o a cuentagotas, en ciudades y
campos, en fronteras y centros, en escuelas y parques, que ya no hay resquicio
por donde no se reproduzca su veneno. Si seguimos así dejaremos de existir
hasta como vergüenza. Seremos polvo irremediable, olvido ni siquiera.
Cómo contarle esta
debacle a los que vienen; cómo explicar que no fuimos nosotros, que esto pasó y
no construimos un válido camino, apropiado, aunque fuera, para salir de esta
maraña. Cómo no decirnos estas cosas para tratar de curarnos juntos en voz
alta, porque coreando a Don Quijote les recuerdo que por sobre todo, “…no hay
en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la
libertad perdida”.
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