Dos, tres,
varias. Noches del mayor miedo posible
que siguen a días de pánico. Es la noria del terror, pero a alta
velocidad. Horas infinitas escuchando el traqueteo de las balas. A correr a
esconderse en cualquier parte, a echarse al piso en el baño, a tratar de calmar
a los niños que, en máximo estado de excitación, creen que es una película de
acción o algún vecino con un videojuego a todo volumen. Nadie entiende nada. No
se distingue quiénes son los buenos y quiénes los malos. O si hay buenos y
malas. Para esa gente todo es un portentoso y descomunal disparate.
Son, en
rigor, prisioneros, cautivos del absurdo. Se calcula que más o menos un millón
de personas habita, trabaja o transita en esa zona de guerra no declarada en el
oeste de Caracas que, para más, está muy cerca de los centros del poder con
botas y sin botas. Se dice fácil, pero la cifra, un millón, tiene muchos ceros.
Están ahí, encerrados, en medio de la balacera que arranca y para, y vuelve a
arrancar. Es un infierno de horas que se estiran.
Es para
vecinos y transeúntes el territorio de la desventura. Todo atisbo de sensatez se perdió. Los vídeos
que la gente graba con sus celulares muestran el desmadre; un conflicto con
armas de todo calibre en el medio de la urbe. Voló por los aires la lógica.
Estalló en mil pedazos.
El régimen
ofrece recompensa. Millón y medio de dólares. Por entregar a los cabecillas.
Los policías que están enfrentando a las bandas no ganan ni veinte dólares
mensuales. Y algunos, tenemos que creer, no son sinvergüenzas. Algunos, es de
suponer, no son matraqueros de oficio. Algunos, caray, confiamos, son policías
profesionales, no salvajes de oficio.
La
arremetida de las fuerzas de seguridad ocurre cuando ya han pasado muchas horas
de luz y oscuridad. Más bien, han pasado años de locura. Que esto no empezó
ayer. Esto lleva mucho tiempo.
La vocería
del sábado toca a las funcionarias, ambas con ya demasiados kilos de más. Es la
narrativa de una truculenta historia inventada por el equipo en turno. A las
prisas se escribió el guión del culebrón
de patrañas. A los escribidores les pasaron una chuleta en la que aparecían las
siguientes guías: paramilitares colombianos, Colombia, Brasil, Voluntad
Popular, Juan Guaidó, López. Listo. Facilito de redactar. En la larga declaración,
las augustísimas señoras cumplieron el encargo a raja tabla, sin salirse del
guión, con recio caradurismo y lenguaje rococó. Misión cumplida.
Las
víctimas siguen siendo eso, víctimas. Víctimas de unas bandas que se apoderaron
de un territorio vasto y productivo, porque recibieron permiso y licencia.
Víctimas, también y en igual medida, son de un régimen para el que las
cucarachas son más importantes que la gente.
Una policía
regordeta de uñas como puñales y joyas ajenas a la norma del uniforme se hace selfies
con un cachorrito de cunaguaro rescatado en la heroica Operación Guaicaipuro.
La noticia, por supuesto, se hace viral. Para algunos el asunto revela cierta
conexión con la humanidad extraviada entre las balaceras y el chorro de sudores
con olor a miedo.
Todo es,
sinceramente hablando, una página del teatro del absurdo. Caracas se convierte en Siria del siglo XXI y
el país cada día se parece más y más a la Venezuela del siglo XIX, pero con 43
meses en hiperinflación y "El Koki" como General en Jefe en tocata y
fuga. Así estamos en esta nochecita de julio.
Soledad Morillo
soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
Venezuela
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