Un académico alemán se sentía especialmente feliz cuando llegaban a visitarlo sus amigos y él podía hacerles un minucioso recorrido por Berlín. En aquellos periplos nunca faltaba la historia de la pérdida gradual de los balcones que había sufrido la zona de la ciudad que, tras la Segunda Guerra Mundial, quedó bajo el control comunista. El impacto de las bombas durante el conflicto, la tendencia a tapiar esas partes del inmueble en lugar de reconstruirlas cuando llegó la paz y una arquitectura socialista más orientada a lo práctico que a lo bello llevaron a la “desbalconización” de la capital de la RDA.
Tras contar con lujo de detalles todo lo sucedido, el catedrático alemán pronunciaba en su lengua aquel peculiar concepto. Después de un respiro, empezaba a detallar cómo tras la caída del muro de Berlín se inició el proceso inverso, la “rebalconización” de la ciudad. En ese momento, hacía un alto y aseguraba que solo cuando explicaba ese detalle arquitectónico de la historia de su país era que podía usar aquella palabra. En ninguna otra ocasión sacaba a pasear aquel término, de ahí que agradeciera doblemente a sus pacientes oyentes, por la oportunidad de sacudir su vocabulario.
A diferencia de la ciudad alemana, la desbalconización que ha ido sufriendo La Habana no se ha debido a los proyectiles de una guerra. La desidia, la falta de mantenimiento y la indigencia material de los propietarios de muchos inmuebles han hecho que este elemento arquitectónico se vaya perdiendo entre derrumbes, grietas y apuntalamientos. Cada vez es más común ver fachadas con trozos de acero expuestos en los que una vez se apoyó una hermosa terraza que se proyectaba hacia el exterior.
Pero no solo faltan los cientos (quizás miles) de balcones que han caído sobre las calles, las cabezas de los transeúntes o la vivienda del piso inferior, sino que otros tantos están clausurados o nunca se usan ante el temor de los habitantes de la casa a desplomarse si se asoman por ellos. Lo que una vez fue un elemento de entretenimiento y placer para los moradores de un hogar o un gusto para los ojos de los peatones, ahora es motivo de pánico generalizado. La gente le teme a esos miradores atravesados por las rajaduras, la humedad y el moho.
La capital cubana se ha desbalconizado, pero también ha ido perdiendo sus cornisas y los capiteles floridos de muchas columnas. En calles por las que antes se podía caminar sin salir de los portales, ahora la ruta está interrumpida por el derrumbe de los techos que obligan a bajarse de la acera y seguir el recorrido haciendo zigzag. A eso hay que añadir que la mayoría de los edificios que se construyeron durante el subsidio soviético prescindieron de ese detalle tan importante en un país tropical que es un balcón. Muros grises, ventanas pequeñas y ni siquiera un área para tender la ropa es la dura realidad que se vive en la mayoría de esos bloques de concreto.
Sueño con el día en que mi amigo académico vuelva a visitar La Habana y toda esta pesadilla de deterioro sea solo un mal recuerdo del pasado. De seguro le explicaré cómo la democracia no solo supuso poder decir lo que se piensa sin recibir un castigo sino que también impulsó la construcción de viviendas, atrajo de vuelta al país a tantos talentosos arquitectos emigrados que proyectaron casas más frescas y que aprovechaban mejor la brisa marina, a la par que no hacían sentir a sus moradores como si estuvieran encerrados en una caja de fósforos. En ese momento, voy a disfrutar mucho diciéndole que ya ha empezado la rebalconización de la ciudad donde nací. Será posiblemente una de las pocas veces que podré pronunciar esa palabra.
Yoani Sánchez
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