El destino finalmente nos ha alcanzado. Los
profetas del desastre teníamos razón. En 1998 los venezolanos decidimos cambiar
de rumbo sin tener claro el camino y los que nos costaría. Los venezolanos
hemos demostrado que los pueblos se equivocan. Haber entregado el poder a un
personaje que previamente trato de arrebatárnoslo por la fuerza fue un error de
dimensiones inconmensurables.
Desde hace cinco años se viene alertando que la
situación del país era insostenible. Que contrario a lo que decía Giordani no
teníamos todos los dólares que necesitamos. Que la lujuria con la que Chávez y
su séquito dilapidaron nuestro dinero nos iba a pasar factura. Que íbamos a
pasar de la pobreza a la miseria de una forma irremediable.
Y llegamos a los tiempos de miseria. En todas las
dimensiones y acepciones que le otorga a la palabra la Real Academia de la
Lengua Española. Venezuela es hoy un país miserable. Lo más grave es que pasa
después de que una clase política disfrutara de ingresos que más que duplican
la sumatoria de todos los dineros que entraron en las arcas del país desde 1811
hasta 1998. Una suma astronómica cuyo gasto racional no se ve reflejado en
hospitales, escuelas, carreteras, sistema eléctrico o sistema de
comunicaciones. Lo que si se hace evidente es la riqueza de miembros de la
clase política que no pueden justificar las quintas en los altos mirandinos o
en la exclusiva zona de Colinas del Tamanaco. Desvergonzados políticos que no
tienen empacho en exhibir camionetas que no están disponibles en los
concesionarios del país. Que lucen, como el tóxico diputado del PSUV, trajes y
relojes cuyos precios resultan ofensivos para quienes no pueden completar los
requerimientos familiares por falta de dinero.
En una primera dimensión de la palabra miseria,
Venezuela es una vitrina de estrechez y pobreza extrema. A pesar de los
balbuceos de la cúpula gobernante en contrario, los venezolanos no tienen agua
corriente, sufren un inestable y precario servicio eléctrico, un atrasado
servicio de comunicaciones, no pueden comprar lo que desean en un mercado, no
consiguen repuestos elementales para sus vehículos, no pueden soñar con renovar
su vehículo, no encuentran medicinas para males que necesitan control
permanente. El venezolano ha sido reducido a la categoría de ciudadano de
quinta. Es, sin duda alguna, el pueblo más menesteroso de América Latina.
La inmensa mayoría de los venezolanos gana una
miseria. El costo de la canasta básica está muy por encima del ingreso mínimo
de un trabajador. Lo peor es que esos precios siguen subiendo sin que ninguna
medida racional en lo económico se los impida. El venezolano promedio se siente
miserable. Siente que no puede soñar. Que no hay manera de salir del hueco en
la que el gobierno lo tiene metido.
Al mismo tiempo, la clase política muestra toda la
miseria de la que es capaz. Una ministra de salud que dice que lo que pasa es
que consumimos más medicinas de las que debemos. Otra que dice que hay que sembrar
en laticas, unos que niegan la escasez de alimentos y medicinas. No aceptar la
magnitud de la crisis que golpea a los venezolanos es una actitud miserable que
raya en el odio a un pueblo al que le deben respeto.
Lo que vive Venezuela es una desgracia. Un
infortunio. Resulta inconcebible que la vida de un venezolano normal gire
alrededor de buscar comida o una medicina. Las redes sociales están repletas de
casos de personas buscando medicinas, equipos para intervenciones quirúrgicas y
todo tipo de implementos para salvar la vida de enfermos. Esta desgracia que le
toca vivir a muchos venezolanos no puede ser llamada de otra manera que
miseria.
La incapacidad del sistema de salud impide
respuestas rápidas contra las plagas.
Esa miseria es la que explica que la epidemia de Zika se haya propagado
de una manera feroz entre los venezolanos. Al momento de escribir este artículo
se han reportado más de 400 mil casos de esta enfermedad en todo el país.
Nuevamente, todo esto en medio de una escasez de medicinas que hace todavía más
miserable la vida de los pacientes y sus familiares.
Miseria es que un octogenario profesor jubilado de
nuestras universidades tenga que admitir a una televisora internacional que
tiene que trabajar para vivir porque el gobierno no le permite acceso a su
derecho de gastar su jubilación en el país que decidió pasar el resto de su
vida. Miseria que nuestros estudiantes en el extranjero tengan que vivir en
condición de pobreza para lograr el sueño de una mejor formación profesional.
En otra acepción de la palabra miseria, nos
encontramos ante un gobierno débil. Ante un gobierno incapaz de tomar las
medidas necesarias para sacarnos de la crisis. Una dirigencia que cree que con
más controles será capaz de administrar la miseria y mantener a la gente
contenta con su pobreza. La debilidad del gobierno se evidencia en ser rehén de
un discurso izquierdoso según el cual ser pobre es la forma de vivir. Unos
oscuros y miserables personajes que quieren convencer a los venezolanos que
están haciendo lo que no pudieron lograr en dieciséis años de riqueza.
Miserable el coronelito que ordenó el salvaje acto
de revisión al que se sometió a Lilian Tintori y Antonieta Mendoza, esposa y
madre del líder opositor y preso político del régimen de Maduro. Mucho más miserable
cuando vimos el despliegue de armas de los presidiarios de la cárcel San
Antonio en Margarita “rindiendo honores” al ex pran de ese retén y amigo íntimo
de la ministra de prisiones. Por cierto, el espectáculo solo puede saldarse
ante la opinión pública con la destitución de Iris Valera. Pero la miseria del
gobierno es tal que eso no pasará.
Maduro no entiende que ya no hay dólares que
controlar. Que el experimento que tantas veces se practicó en Venezuela ha
vuelto a fracasar. Que el estado no puede asumir la tutela de todos y cada uno
de los venezolanos. Que es necesario liberar la fuerza creadora de los
venezolanos. Que es abriendo las fronteras y permitiendo el libre intercambio
que se va a salir de esta miserable situación.
No estamos hablando de nada inédito. Fueron las
costosas medidas que se tomaron en 1989 y 1996 después que los responsables del
momento se dieron cuenta que no podían seguir financiando el paternalismo sin
que eso se convirtiera en cada vez más pobreza y miseria. Los venezolanos
tienen derecho a correr sus propios riesgos. Eso no significa a que el estado
renuncie a su obligación a proteger a los menos favorecidos.
Las medidas que se tienen que aplicar no pueden ser
infantilmente tildadas de neo liberales. Obedecen a la lógica más elemental de
la economía. Todo control produce corrupción y grupos que se enriquecen. En el
caso venezolano es más que evidente.
Para salir de la miseria necesitamos otro gobierno.
Maduro y su clase política no tienen lo que se necesita para resolver la más
grave situación económica de los últimos 100 años. Y por el número de
asesinatos e inseguridad en la que vivimos en todos los órdenes de la vida, muy
probablemente la peor de toda nuestra historia.
Jose Vicente
Carrasquero A.
botellazo@gmail.com
@botellazo
Caracas - Venezuela
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