Napoleón Bonaparte inicia la fundación del Estado moderno con un golpe de Estado, bautizado como el 18 Brumario, en una confusa época donde todavía la resaca de la Revolución Francesa gobernaba.
El poder está muy cerca del crimen, esa fiera que lo
acecha. Por eso, en todo golpe de Estado la sangre es el río más cercano que lo
acompaña. Eso explica por qué los golpistas tienen alma asesina: es su amante
predilecta.
Cuando el golpista decide tomar el poder por la
fuerza, no hay escrúpulos con ese cuerpo que quiere asaltar, violar,
desmembrar, hasta verlo yacer como la obra magna de un artista del crimen postmoderno.
No lo detienen vínculos ni afectos. Aunque después quiera lavar las pruebas del
crimen en el propio río de la sangre y, hecho un sonámbulo, intentará huir de
sí mismo. Sin embargo, la pesadilla después podrá atormentarlo con sobresaltos
de pánico entre las retorcidas sábanas donde sus manos se aferran con
angustioso delirio. Y entonces, se le verá deambular por los pasillos del
palacio, insomne, murmurando como Macbeth: He asesinado al sueño.
Quizá por ello, William Shakespeare dedicó buena parte
de sus piezas referidas al poder a dos temas cruciales que fundaron el Estado
clásico: el magnicidio y el tiranicidio. Macbeth representa esa dimensión
primera y Julio César, la segunda.
En ambas obras, Shakespeare no sólo desmonta los
procesos de conspiración contra el Estado, que consolidan su fin a través de
hechos cruentos fraguados por un individuo o una facción, sino que a su vez
explora la conducta psicológica de sus protagonistas. Los caracteriza. Matar a
un estadista noble, como es el caso de Macbeth al asesinar al rey Duncan, es un
acto repudiado por la Corte y el pueblo. Hacer lo mismo con un dictador que se
planteó el mayor expansionismo territorial del imperio romano, como Julio
César, a manos de las espadas afiladas de los tribunos, miembros del Senado,
constituyó un acto justificado por la voluntad popular y esa instancia
deliberativa del Estado. Era legítimo en la república romana la existencia de
grupos tiranicidas dispuestos a defender el Estado en situación de peligro y a
ejecutar, sin dilación alguna, a aquellos gobernantes que se convirtieran en
tiranos contra el mismo pueblo que los había celebrado una vez. Derecho
constitucional a la rebelión y a la defensa que se le otorgaba al pueblo y a
sus representantes.
Napoleón Bonaparte inicia la fundación del Estado
moderno con un golpe de Estado, bautizado como el 18 Brumario, en una confusa
época donde todavía la resaca de la Revolución Francesa gobernaba. La modalidad
de ese golpe le permitirá pasar —a Bonaparte— de genio militar a genio
político. Su técnica se basó en un golpe parlamentario, evitando hasta el final
el uso de la fuerza militar para consolidar su objetivo con el espejismo de que
era una necesidad nacional. Preservó la legitimidad de su acción conquistando
el reconocimiento institucional, así como la del pueblo francés. Usó la
constitución como hoja de ruta para justificar su golpe de Estado, aunque
después la transformó a su antojo para coronarse como Emperador. La paradoja no
dejó de perseguirlo y al volver a sus andanzas militares para enfrentar a sus
enemigos extranjeros —que lo veían como un peligro en expansión hacia los demás
países— fue derrotado estrepitosamente, en medio de una laguna de sangre, en la
batalla de Waterloo.
En el siglo XX, el golpe de Estado se separa de lo
político y militar para convertirse en un hecho técnico, como señaló Curzio
Malaparte en su libro Técnicas del golpe de Estado. Y esa modalidad, la va a
inaugurar León Trotsky con su táctica insurreccional y no Lenin con su
estrategia de masas. Trotsky precisó que el corazón vulnerable de un Estado es
su sistema de comunicación, siendo el primero que hay que tomar y neutralizar
sin dilación. El triunfo de la Revolución Bolchevique se debe no a Lenin, sino
a ese desterrado que comandó al Ejército Rojo y que después Stalin mandaría a
matar con ese sobreviviente de la guerra civil española, Ramón Mercader, en
México, con un pico de alpinista. Hitler coronará su golpe parlamentario al
incendiar el Reichstag (La Asamblea), mientras sus grupos paramilitares
sembrarán terror en la sociedad civil, configurando y culpando con ello, la
figura emblemática de un despreciable enemigo de la raza aria, los judíos. El
Führer logró juntar con astucia, legitimidad e ilegitimidad, para la toma del
poder total.
La nueva concepción del nuevo golpe de Estado en
América tiene su naciente gangsteril y terrorista, anunciado en la novela El
Padrino de Mario Puzzo que después se llevaría magistralmente al cine por Francis
Ford Coppola, cuando las instancias del poder de la nación norteamericana
comenzaron a ser corrompidas por las mafias italianas que arrojaba a la América
del Norte, la Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial. El personaje
principal de la novela de Puzzo, Víctor Corleone, El Padrino, se negó a
asociarse al tráfico de la droga para expandir, aún más, su poder mafioso. El
vínculo afectivo a la familia, esposa, hijos, nietos, se lo impedirá como un
rasgo de moralidad que todavía le sobrevivía de los valores morales aprendidos
del lejano pueblo siciliano al que pertenecía: Corleone, como su apellido. No
obstante, en Hollywood, la industria del cine apuraba el consumo de las drogas
desde los años veinte. La mafia en Norteamérica se convirtió en un estado
paralelo al oficial. Acechanza que no cesa con los grandes monopolios
nacionales, vinculados con poderosas dictaduras, como la China y Rusa en nombre
de la globalización del mercado.
La dictadura actual que se ha instalado en Venezuela,
en dos décadas, realizó progresivamente —a través de alianzas internacionales
poderosas y grupos terroristas y narcotraficantes nunca antes vistos en su
territorio— no un golpe de Estado sino la eliminación del Estado que ha puesto
en peligro la desaparición íntegra de la república en un depredador saqueo de
toda su riqueza natural. Ante la indiferencia de una globalidad que se reparte
el mundo penetrando y modificando las instancias del derecho internacional para
que no se pronuncien y actúen con diligente prontitud. Entonces, ante este
espectro genocida y apocalíptico, es imposible, desde la civilidad, el rescate
de un país sumergido en uno de los genocidios más terribles de la historia de
la humanidad. Porque quienes se apoderaron de la nación no constituyen una instancia
ideológica o política, sino la irracionalidad primitiva e impúdica, asesina y
corrupta que no sólo destruyó el Estado, igualmente buena parte del tejido
social y espiritual de Venezuela. No estamos ante un opositor político, un
enemigo militar convencional, estamos ante el monstruo que devora a treinta y
cinco millones de personas física, psíquica y espiritualmente, y el cual urge
exterminar en una alta y sofisticada cirugía que reclama la imaginación y la
templanza de la inteligencia táctica y estratégica, del pueblo sobreviviente
que resiste con la conciencia verdaderamente despierta. Porque la liberación de
Venezuela pasa por ejecutar uno de los actos libertarios nunca antes vistos,
para que no vuelva a repetirse en ninguna nación que honra a la condición
humana.
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