Un sabio proverbio sagrado, reza así: “El que guarda su boca y su lengua, su alma guarda sus angustias”. Su lectura incita a tener la prudencia y la discreción como recursos de virtud con los cuales el hombre, sometido a los trajines de la vida, puede evitar sucumbir a los embates que lo acosan y fustigan. Pero en política, no se observa tal cuidado. Y de hacerlo, es meramente casual o alevosamente intencionado. Las ofensas van de la mano con humillaciones hasta llegar al punto donde resultan quebrados los esfuerzos por impedir que despunten como justificativos de cualquier exabrupto. En todo caso, es ese el momento donde se contraponen realidades y expectativas. A pesar de los intentos por aferrarse a valores de respeto y tolerancia pues sólo quedan en eso: simples intentos.
Estas situaciones se hacen más crudas, cuando se vive en medio de prácticas políticas que sólo rinden pleitesía a la impunidad de la cual se engancha el autoritarismo. Éste sirve de guión a esquemas ideológicos que buscan arrimarse a objetivos cuya confusa proyección, hace adosarlos a propuestas egoístas, sectarias y sañudas. Así sucede, precisamente, porque se exasperan las condiciones que preceden y presiden las crisis que agobian a colectivos, sociedades y naciones por completo. O sea, fungen como barricadas contra la razón, la libertad y la democracia.
El problema representado por las controversias de un gobierno déspota, se traduce en decisiones desmandadas que sólo tienen como propósito establecer vías de imposición a sus objetivos. Mejor dicho, a las majaderías inspiradas en el absurdo culto no sólo a personalidades. También a vetustos esquemas de poder, pues de su aplicación depende el modo de asfixiar política y moralmente a quienes se resisten a tales intimidaciones. Es exactamente el problema que atosiga a Venezuela como resultado de una práctica política basada en postulados económicos, políticos y sociales desquiciados por obsoletos y desarraigados por inconsistentes.
El régimen venezolano, está empeñado en continuar trazando líneas de acción que sólo tienden a acentuar la crisis de Estado que repuntó a través de la caída de los precios del petróleo. Particularmente, a consecuencia de la obstinación que caracteriza el estilo de gobierno seguido. Estilo éste avivado, también, por la obcecación, el resentimiento y la codicia de poder.
Justamente, advertir tan atrafagado modo de pretender ordenar el funcionamiento del país, tanto como alcanzar un nivel de gobernabilidad acorde con el objetivo de salir adelante entre las dificultades propias del desarrollo, hace inferir que, para ello, el régimen contó con un libreto que pautó las medidas necesarias y suficientes para subvertir y desarreglar el sistema democrático establecido constitucionalmente.
El régimen siguió una ruta trazada por premisas dirigidas, no precisamente a restablecer el orden constitucional pautado de cara a garantizar la preeminencia de un Estado democrático y social de Justicia y de Derecho. Nada de eso. Por lo contrario. La idea giró siempre, y aún sigue girando, alrededor del concepto político (mal definido) de “revolución”.
Es decir, de todo aquello planteado en torno a proposiciones dirigidas a sembrar los mayores problemas posibles. De esa forma, Venezuela se convirtió en escenario cuyos protagonistas no fueron ni el pueblo, ni la soberanía, ni la integridad territorial. Tampoco, la autodeterminación nacional. Mucho menos, la independencia, la autonomía, la libertad, los derechos humanos o el pluralismo político. Valores éstos adosados al respeto, la ética, la ciudadanía y la moralidad.
Por lo que pareciera inferirse del significado invocado de “revolución”, el régimen prefirió acometer acciones que incitaran la descomposición de la institucionalidad democrática mediante la exacerbación de la burocratización, la institucionalización de la impunidad, la oficialización del abuso como criterio y praxis de gobierno y el establecimiento de una mayor ineficiencia y mejor ineficacia. Y en fin, todo lo que ordena la normativa del hombre mediocre que bien puede alcanzar al fracasado toda vez que se reconoce asimismo mucho antes de quedar atrapado en el lodazal del infortunio.
De hecho, su actitud se apega al manual que dicta postulados invitándolo a mantenerse testarudo ante ideas distintas de la suya. Postulados éstos que lo llaman a actuar con desaforo, tanto como a comportarse con altanería a fin de hacerse pasar por el más preparado para la siguiente confrontación de la cual sabe que saldrá nuevamente derrotado. Postulados éstos que lo llevan a asumir actitudes groseras que manifiesten indisposición para colaborar o ceder ante otra causa que difiera de la propia. Que a sabiendas de sus ineptitudes, se empeñe en tomar decisiones que de seguro serán contraproducentes. Que emprenda acciones cargadas de resentimiento, odio y sed de venganza.
Estos son algunos de los criterios que definen la actitud del politiquero para lanzarse al desastre que anima dada su condición de protagonista. Y desde luego, superponerse a las circunstancias para entonces salir revolcado (y revocado). Son algunas razones que justifican los desastres que se dan toda vez que quien los infunde se ciñen al perverso Manual del derrotado (en política).
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Venezuela
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