Un
elemental recuento de las ideas que a lo largo de la historia de la
civilización occidental, desde los orígenes del cristianismo hasta nuestros
días, lograron imponerse, convertirse en lo que Gramsci llamaba ideas fuerzas
–aquellas capaces de poner en movimiento los anhelos y empeños colectivos– y
terminaran por arrollar a cualquiera otra que se asomara a competir con ella
tiene que concluir necesariamente en que de todas ellas, la que terminó por
aplastar cualquier otra, fue la de la igualdad.
No
se entiende al cristianismo sin la pulsión existencial hacia la igualdad. Ni
ninguno de los grandes movimientos sociales que sacudieran la Edad Media ni las
revoluciones agrarias y corporativas de la Edad Moderna sin el trasfondo de la
desesperada búsqueda de la igualdad. A cualquier precio. No se hable de
aquellas desatadas a partir de la Revolución francesa, que jalonan todo el
siglo XIX de convulsiones sociales igualitaristas. Hasta culminar en el
socialismo de todo signo: el revolucionario, marxista, bolchevique y todos sus
derivados. Y el socialismo apaciguado por el peso de lo real: el de la
socialdemocracia.
Esa
idea fuerza enhebra como un hilo rojo las convulsiones sociales que han
estremecido a la humanidad, por lo menos desde la caída del Imperio Romano y la
ascensión del cristianismo en Occidente: la desesperada búsqueda por imponer la
igualdad entre los hombres. Por cuya consecución se han derramado los mayores
torrentes de sangre, se han librado las más espantosas guerras, se han
sacrificado generaciones enteras.
En
el otro extremo, y afincada en la realidad misma, lejos del barullo de
idealismos y proyecciones utópicas, se ha impuesto una realidad que ha sido,
sin embargo y por contradictorio que ello suene, el motor de esa desesperada
búsqueda de la igualdad: la libertad. Motor de la historia. Pues abriéndose
paso el hombre por los espacios de su libertad conquistada a la sombra de la
generación de obras materiales, en la silenciosa y tozuda creación de riqueza,
en la erección de monumentales obras de ingeniería y extraordinarias obras de
arte, el hombre, no en expresión de su igualdad, de aquello común genéricamente
a su especie, sino en su particularidad, en su genio único y exclusivo, en su
subjetividad y no en su identidad colectiva, tribal, es quien ha hecho posible
lo que hemos llegado a ser. Incluso igualitaristas.
Nada
de lo que hoy somos se lo debemos al socialismo, que según sus teóricos debía
ser la superación del capitalismo. La sociedad perfecta. Todo lo que somos se
lo debemos al capitalismo. Basado primariamente en la libertad, y por
derivación lógica, en la igualdad. Y en cuyo sistema ésta viene a ser el
producto del esfuerzo individual sobre las potencialidades desatadas por la
única igualdad verdaderamente provechosa: la igualdad de oportunidades. No la
igualdad impuesta a macha martillo, estatal, policial, dictatorialmente,
mediante la nivelación hacia abajo, la liquidación de los esfuerzos
individuales y la aniquilación de las diferencias específicas que determinan la
existencia del sujeto.
Siendo
tan palmario que el motor de la riqueza es la libertad y no la igualdad, ¿por
qué el hombre antes que la libertad persigue la igualdad, se nivela hacia abajo
y no hacia arriba, detesta las idiosincracias y persigue la colectivización, desprecia, persigue y
hasta segrega y aniquila la excelencia –cultural, religiosa, política– y
aprecia la mediocridad, privilegia la igualdad aun al precio de la libertad y
es capaz de destruir sus mejores logros tras la ilusión de que la sociedad
perfecta es aquella en donde impera el mínimo común múltiplo?
Pocos
ejemplos más patéticos de esta pulsión igualitaria autodestructiva y mutiladora
nos ha sido servida de manera ejemplar por el socialismo igualitarista de la
medianía chavista al asalto de Pdvsa. Mientras se rigió por la meritocracia –el
incentivo de la excelencia como premio al esfuerzo individual– fue una de las
mejores y más productivas empresas del mundo. Bastó que le cayera encima la
peste totalitaria del igualitarismo para arrastrarla a la ruina, aquella miseria
en que todos somos iguales: lo mismo un burro que un gran profesor, como bien
dice el tango. La invasión y el predominio de muchos, para medrar del producto
de unos pocos.
¿No
estará llegando la hora de apostar a la libertad de oportunidades, al premio a
la excelencia, del respeto a la meritocracia? ¿No habrá llegado la hora de
ponerle atajo al asalto igualitario del totalitarismo? ¿No estará sonando la
hora del liberalismo?
De
la respuesta depende nuestro destino.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
Miranda
- Venezuela
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