viernes, 27 de enero de 2017

ALFREDO M. CEPERO, LA ERA DE TRUMP, DESDE ESTADOS UNIDOS

SIN PARANGÓN

Se siente el "padre fundador" de un "movimiento sui géneris" cuya meta es nada menos que la transformación radical de las instituciones políticas norteamericanas.

Donald J. Trump no se parece a nadie . Es un verdadero original en una especie de museo político norteamericano. Se hizo multimillonario con el producto de su trabajo y de su talento para operar en el mundo putrefacto y traicionero de los bienes raíces en Manhattan. Antes de postularse para presidente jamás había ocupado o aspirado a un cargo público por elección. Se movía dentro del espectro ideológico político entre la derecha y la izquierda, según los intereses de sus empresas. Amenazó media docena de veces con aspirar a la presidencia sin cumplir su palabra. Cuando decidió aspirar hace 20 meses los "expertos" y "politólogos" se burlaron de él. La prensa militante y complaciente de la izquierda abundó en titulares destacando sus peripecias empresariales y sus escándalos personales. Las encuestas de opinión pública lo mostraban como un candidato sin posibilidades de lograr suficientes votos electorales para ser electo a causa de un astronómico nivel de rechazo del 60 por ciento. Pero todos se equivocaron y el pasado viernes 20 de enero Donald Trump fue juramentado como el vigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América.

Muchos de quienes lo apoyan con una intensidad casi fanática lo comparan con Ronald Reagan, el hombre que puso de moda el conservadorismo y sacó a los Estados Unidos del pesimismo rampante en que lo había sumido el pusilánime de Jimmy Carter. Pero yo no encuentro parecido ni paralelo entre Reagan y Trump. A pesar de su habilidad para negociar con la izquierda demócrata que controlaba el Congreso durante su presidencia, Ronald Reagan era un verdadero conservador y un militante del Partido Republicano.

Por su parte, Donald Trump no profesa ideología alguna ni muestra el más mínimo respeto por el Partido Republicano. Se siente el "padre fundador" de un "movimiento sui géneris" cuya meta es nada menos que la transformación radical de las instituciones políticas norteamericanas. Una marcha atrás acelerada del abismo de izquierda al que lo llevó el ideólogo Barack Obama. Con un ego que no cabe en la Trump Tower y mucho menos en la Casa Blanca, Trump muestra una confianza quizás desproporcionada en su capacidad para sacar ventaja frente a sus adversarios en cualquier negociación. Cree en los resultados más que en la ideología o la retórica y vaticino que se moverá a la derecha o a la izquierda según el caso y las circunstancias. Luego, aunque a veces él mismo lo cite, Donald Trump no es Ronald Reagan ni parece estar interesado en serlo.

Sus enemigos dicen que Donald Trump es el presidente más odiado de la historia política norteamericana y el que obtuvo menos votos populares en su elección a la Casa Blanca. Totalmente falso. Aunque Abraham Lincoln es celebrado actualmente como uno de los grandes presidentes de este país, una gran parte del público de su tiempo no sólo pensaba que estaba haciendo un mal trabajo sino que era un tonto de capirote. El propio comandante en jefe de su ejército, General George McClellan lo calificó de "gorila original". Y una cifra interesante, mientras en estas últimas elecciones Donald Trump obtuvo el 46 por ciento de los votos populares, Abraham Lincoln obtuvo únicamente el 39.8 por ciento de los votos populares cuando fue electo presidente en 1861. En aquel momento, Lincoln preservó la integridad de la nación norteamericana. En este 2016, tengo casi la certeza de que Trump le devolverá su grandeza.

Si algún parecido pudiera tener Donald Trump con alguno de sus predecesores en la Casa Blanca sería con el séptimo presidente de los Estados Unidos, el bombástico General Andrew Jackson. Como Trump, Jackson se enfrentó a la corrupta maquinaria política de su tiempo y se proclamó campeón de los ciudadanos de a pié. Su toma de posesión en 1829 escandalizó a las élites políticas de Washington. Una dama de la aristocracia washingtoniana de aquel tiempo la describió en estos términos: "La Majestad del Pueblo ha desaparecido …Una turba de niños, mujeres y negros luchando unos contra otros han invadido la Casa Blanca".

Por otra parte, los cañones de Donald Trump no están enfocados solamente contra los demócratas. Su promesa de "drenar la ciénaga" incluye a lo que él mismo califica como las "élites" del propio Partido Republicano. Su breve discurso de 16 minutos durante su toma de posesión no dejó "títere con cabeza". Las caras patibularias de los políticos de ambos partidos sentados detrás del orador no dejaron lugar a dudas. Sobre todo cuando el nuevo presidente afirmó que ese día no se había llevado a cabo un cambio de gobierno de un presidente a otro ni de un partido a otro sino de Washington al pueblo de los Estados Unidos. El Trump presidente estaba hablando como el Trump candidato. ¡Qué refrescante escuchar hablar a un político que no cambia de retórica cuando conquista el poder! Sus partidarios tienen que haberse sentido reivindicados mientras los miembros del "establecimiento" se veían confundidos y preocupados sobre cuál papel les estará reservado dentro de la recién estrenada Administración Trump.

Muchos de quienes dudaban no tuvieron que esperar mucho. El lunes 23, su primer día completo de trabajo como presidente, Donald Trump convirtió sus promesas de cambio en cambio político real. Sacó a los Estados Unidos de la nefasta Asociación Transpacífica, congeló la contratación de nuevos empleados federales con excepción de los militares, instruyó a las dependencias gubernamentales que aliviaran las cargas onerosas del Obamacare y puso fin al financiamiento público de abortos efectuados en el extranjero. No contento con eso, al día siguiente subió la parada. Aprobó de un plumazo los oleoductos de Key Stone y de Dakota con la orden de que fueran construidos con acero norteamericano. Con ello creó 28,000 empleos bien remunerados para obreros norteamericanos y dio el primer paso hacia la independencia energética de los Estados Unidos, arma imprescindible para enfrentar a los enemigos de este país.

Acto seguido se reunió con líderes empresariales con la promesa de reducir impuestos y eliminar regulaciones que asfixian a las empresas reduciendo sus utilidades e impidiéndole contratar nuevos empleados Pero quizás lo más inesperado fue su golpe magistral de reunirse con los líderes sindicales que habían apoyado a Hillary Clinton. Demostró ser no sólo un negociador consumado sino un aventajado "aprendiz" de político. Si a esto sumamos su manifiesta intensión de sacar de la miseria y de la ignorancia a los niños de los barrios negros, los demócratas tienen que sentirse invadidos en su propio territorio. Esto explica el odio visceral contra Donald Trump que expresó la izquierda vitriólica que marchó el mismo día de su toma de posesión.

Ahora bien, si esa izquierda quiere recuperar algún día su relevancia en la política norteamericana, en vez de maldecir al mensajero de una derecha cansada del mal gobierno, debe de analizar las razones por las cuales su mensaje fue rechazado en forma tan contundente. Porque Donald Trump con sus 306 votos electorales y los más de 60 millones de norteamericanos que votaron por él determinarán el futuro de los Estados Unidos por los próximos cuatro años y hasta quizás por los próximos ocho. Juntos forman parte de un ejército que se ha decidido a utilizar el arma más eficaz en las luchas electorales, el voto de una ciudadanía determinada a ser dueña de su destino y, de paso, determinar los destinos nacionales.

Alfredo Cepero
alfredocepero@bellsouth.net
@AlfredoCepero
Director de www.lanuevanacion.com
Estados Unidos

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