Confirmo que es la
cordialidad la que contagia la empatía y convierte la miseria en un hecho
pasajero y superable. Magnanimidad espiritual que destierra la violencia.
Vine a la India de
trabajo. Pero la política y las ciencias sociales comparadas no me sueltan. Es
inevitable centrar la atención en nuestra realidad cuando entramos en contacto
con unos de los pueblos más complejos del planeta en lo étnico, religioso,
histórico y demográfico. Pero conviven en paz. Eso es India: tolerancia en
medio de la miseria, respeto en medio de grandes carencias, belleza rodeada de
anarquía y amabilidad a pesar de sensibles dolencias...
Ellos los indios.
Nosotros los estresados...
Cuando llegué al hotel
(2:00 am) nuestro anfitrión nos dice: “debemos esperar un poco por vuestra
habitación”. Al rompe irritable le digo con tono inquisidor: ¿Cuál es el
problema amigo mío? El hombre con mirada noble me ve cálidamente. “No hay
ningún problema señor. Sólo queremos estar seguros que su habitación esté como
lo merece”. Sin más llamó a su colega quien se acercó aceleradamente y nos
llevó casi de su mano: “Acompáñeme Sr. Viera-Blanco. Queremos obsequiarle un
té. En ese instante mi esposa interrumpe deteniendo cualquier injusta
intemperancia, me mira con ojos de censura y le dice: “Muy amable, con gusto”.
(…) En su habitación sólo falta nuestra nota de bienvenida. Sentimos hacerle
esperar, sentenció… ¿Nota de bienvenida, pensé? Mi vergüenza se disparó. Así
soy. ¿Así somos?
Un pequeño episodio que
en 10 minutos representan dos mundos, dos culturas, dos dimensiones, dos
versiones de suficiencias o carencias. Las de ellos plenas de paciencia,
respeto, comprensión. Las nuestras: reactivas, indómitas, caribes. Al final se
impone la calidez, la mirada suave, cordial, de apariencia sumisa (que no lo
es). Y responde nuestra camaradería, nuestro acervo maternal, nuestra mujer...
Llegamos pronto a la
habitación: Nos esperaban flores, una nota de bienvenida (escrita a mano) y
otra de disculpas. ¿En qué tiempo escribieron sus dispensas? Me sentí
reprendido sin que haya mediado un sola reproche. Así son ellos, así somos...
Las costumbres y la
política...
Delhi es una ciudad
anárquica. Exuberante pero desbordada. Caminar por una autopista de día o de
noche ¡es normal! Contrastan los inmensos palacetes y sedes de gobierno con
indigentes debajo los puentes. Pero no se sienten así. Es lo que Dios les
concedió. Un pasaje de la vida. No sentí inseguridad en ningún momento. La
democracia en India [BHARAT]-liderada por elites-avanza trepidantemente en
medio del caos, utilizando la tecnología como estrategia de inclusión. Y se
siente la potencia del desarrollo, entre vacas y carretas…
Invadido de mística, de
la gracia de un saludo continuo a manos juntas [Namaste]”, de sonrisas a toda
hora, no he sentido más que paz y afecto. Confirmo que es la cordialidad la que
contagia la empatía y convierte la miseria en un hecho pasajero y superable.
Magnanimidad espiritual que destierra la violencia. Única manera que 1.2
billones de mortales convivan en una centrífuga de lenguas, dialectos, mitos,
religiones y modos, suavemente…
Una lágrima en la mejilla
del tiempo…
Deli, Agra y Jaipur. El
triángulo de oro. Cruzar India es vivir la abundancia de un país de inmensas
extensiones de arroz, pimienta, trigo y lentejas [lo que más comen]. La miseria
no hace mella en la cotidianidad del indio porque su filosofía de vida no
tolera sufrimiento por lo material. Para el indio la vida no es un valor
permanente. Es un tránsito por este mundo que aceptan como venga. A fin de
cuenta no se es pobre o rico. Se es un alma que levita felizmente y debe hacer
el bien porque así será recompensado en otra vida.
En India conviven regias
mansiones con casas humildes. Un indio se puede hacer rico y levantar su
palacete en el mismo terreno donde vivió. Sabe que sus vecinos no le envidiarán
o atacarán por ser rico… India es la calma en el caos. El tráfico es una
locura. Es ver un camión contravía en una autopista o esquivar personas como
pines! Pero nada detiene su vocación de felicidad porque las cosas más simples,
más pequeñas, más básicas, más humanas, son su luz infinita de su humildad.
La historia del Taj
Mahal descrito por el poeta persa Rabindranath Tagore como “Una lágrima en la
mejilla de los tiempos”, es trágica y hermosa a la vez. Un califa Mogol,
musulmán (guerrero) que, en medio de la pérdida de su amada esposa, Arjumand
Banu Begum, le construye un templo de mármol a orillas de río Yamuna (1631),
tapizado de piedras preciosas y oro. Un emperador que llegó al poder tras matar
a sus hermanos y que al final de su vida fue encarcelado por su hijo menor que
también mató a su hermano mayor para gobernar. El emperador Shah Jahan gastó la
fortuna de su dinastía-hoy equivalente a un billón de dólares-para honrar el
amor de su vida. 20.000 obreros y 24 años volcados a una obra irrepetible por
su perfección simétrica, el alma de India…
Orlando Viera-Blanco
ovierablanco@vierablanco.com
@ovierablanco
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