El
primero de enero de 1959 Fulgencio Batista huyó de Cuba y se inició la
revolución cubana. Hace seis décadas de esa fecha nefasta. Nos reunimos un
grupo de muchachos. Yo tenía 15 años y era un chico flaco, esperanzado y políticamente
analfabeto. Me sentí muy feliz. No sé cómo, dónde o por qué fuimos a ver, o nos
encontramos, al abogado Óscar Gans. Había sido Primer Ministro de Carlos Prío,
el último presidente constitucional cubano. Tenía fama de honrado e
inteligente.
Gans
escuchó con interés nuestra ilusionada algarabía y sólo atinó a decirnos una
frase enigmática que no he olvidado: “las revoluciones son como las grandes
borracheras … el problema es la resaca”. La resaca era la sensación de hastío,
de hartazgo, de mala digestión, de “por qué me emborraché e ingerí esa mezcla
absurda de alcoholes que hoy me hace sentir tan mal”. La resaca es lo que en
otras latitudes llaman el “ratón”.
A
los pocos meses entendí lo que Gans nos había querido transmitir. Comenzaba la
resaca. Estábamos en manos de unos revolucionarios iluminados, guiados por
consignas aprendidas en los cafetines,
dispuestos a cambiar a punta de pistola las señas de identidad de una
sociedad que tenía varios siglos de existencia. Un país que, hasta ese momento,
a trancas y barrancas, había sido receptor neto de inmigrantes, el mejor índice
que se conoce para medir la calidad de cualquier conglomerado humano.
Fidel,
el Che, Raúl Castro, y unos cuantos tipos más, audaces e ignorantes, estaban
decididos a liquidar una imperfecta democracia liberal, regida por una
Constitución socialdemócrata, totalmente perfectible, y transformar ese Estado
en una dictadura prosoviética sin propiedad privada, ni derechos humanos, y
mucho menos separación e independencia de poderes. Simultáneamente, echaban
sobre los hombros de los cubanos la responsabilidad de “enfrentarse al
imperialismo yanqui” y transformar el planeta para imponer a sangre y fuego el
“maravilloso” modelo social desovado por Moscú desde 1917.
Actuaron
velozmente. A los 20 meses habían logrado el 90% de sus objetivos domésticos.
En octubre de 1960 no existían vestigios de libertad de prensa. No había grupos
políticos diferentes al “movimiento único” creado y sujeto férreamente por el
Máximo Líder, de manera que, en su momento, les fue fácil llamarlo “Partido
Comunista”. No había escuelas ni universidades privadas. Tampoco había empresas
medianas o grandes en poder de la “sociedad civil”. Todas fueron asumidas por
el Estado mediante un simple decreto. La dictadura totalitaria se había
consumado, repito, en un 90%.
El
10% restante ocurrió el 13 de marzo de 1968. En esa fecha, Fidel Castro
perpetró un larguísimo discurso en el que anunció la “ofensiva revolucionaria”.
Acabó con el “cuentapropismo” de entonces. De un plumazo se tragó casi sesenta
mil microempresas y convirtió a la Isla en el país “más comunista del mundo”.
Para arreglar un paraguas, un par de zapatos o un ventilador había que
dirigirse al Estado. Lógicamente, el desastre fue absoluto y la nación se
convirtió en una escombrera. Los millares de valientes que se opusieron a ese
destino fueron fusilados o encarcelados durante muchos años.
¿Cómo
se llevó a cabo esa locura revolucionaria? Tres iluminados no son capaces de
realizar una tarea de esa envergadura. Sencillo: metiéndoles la mano en el
bolsillo a los probables adversarios. Primero, crearon una enorme clientela
política regalándole “al blo” todo lo que no le pertenecía al Comandante.
Rebajaron
el 50% de los alquileres y del costo de la electricidad y los teléfonos.
Dispusieron de la tierra como les dio la gana. Ellos sabían que la economía
colapsaría como consecuencia de la manipulación de los precios, pero el
objetivo no era conseguir la prosperidad, sino crear una legión de estómagos
agradecidos a los que no tardarían en ajustarles las tuercas.
Mientras
disponían de los bienes ajenos (y se quedaban con las mejores casas, autos y
yates), les entregaron a los soviéticos los mecanismos represivos. Desde el
principio la policía política y el corazón del Ministerio del Interior fueron
asignados a los camaradas formados por el KGB.
A
las pocas semanas de instalados los Castro en la casa de gobierno comenzaron a
llegar los siempre discretos “hermanos del campo socialista”. A mediados de
1962 eran algo más de 40,000 asesores. Cuando se fueron los “bolos”, como les
llamaban irreverentemente en la Isla, dejaron instalada la jaula. Dentro de
ella se abrazaban millones de cubanos temerosos y obedientes.
Sesenta
años después los castristas saben que el “modelo cubano” es totalmente
improductivo e inviable. Son unos negreros que viven de alquilar esclavos
profesionales a los que les extraen una plusvalía del 80%. O policías que
montan llave en mano la nueva dictadura, como han hecho en Venezuela. O viven
de las remesas de los exiliados, de las dádivas de las iglesias, o de bañar en
el mar y pasear turistas en contubernio con empresarios extranjeros a los que
no les importa la catadura del socio local, siempre que les deje copiosos
beneficios. Así son las resacas revolucionarias. Suelen ser muy largas y muy
tristes.
Carlos A. Montaner
@CarlosAMontaner
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