Desde
hace varias semanas, los partidos, grupos, alianzas, movimientos y personalidades,
que detentan la franquicia de la oposición en Venezuela, impulsada por la
mayoría de los medios de comunicación y por el mismo gobierno, han venido
señalando la aparición de unos escenarios particulares a partir de dos eventos
constitucionales, que deben producirse a comienzos del año nuevo. Se trata, por
una parte, de la instalación de la Asamblea Nacional (AN) para el desempeño de
su tercer año de actividades, lo que conlleva a la elección y toma de posesión
de las nuevas autoridades del Poder Legislativo venezolano el venidero 5 de
enero. Por otra parte, cinco días después, debe producirse la toma de posesión
de Nicolás Maduro, para su segundo mandato como Presidente de la República,
luego de haber sido electo el 20 de mayo del año en curso.
Dos
hechos de importancia real, que deberían ser cotidianos en cualquier régimen
democrático, son presentados, por una mayoría de los operadores políticos, como
situaciones coyunturales definitorias de lo que será la suerte del país en el
futuro inmediato y mediato. Las causas de este fenómeno radican, por un lado,
en que la Presidencia de la AN debería ser ocupada por un dirigente de Voluntad
Popular (VP), según un acuerdo efectuado hace tres años entre los partidos
integrantes de la Mesa de la Unidad Democrática, alianza opositora actualmente
inexistente dada la disgregación ocurrida entre
sus
integrantes. Colocar a VP a la cabeza de la AN pareciera presagiar la
continuidad y profundización de las acciones extremistas de la misma; sería
como volver a enero de 2015 y repetir todo el fracasado proceso habido. Este
hecho preocuparía mucho al gobierno.
Por
otro lado, está la posibilidad de que la AN desconozca al presidente Maduro y
su Presidente asuma la Presidencia de la República y se convoque a elecciones
en los 30 días continuos siguientes, para lo cual se designaría un nuevo
Consejo Nacional Electoral (CNE). Al ser estas decisiones materialmente
inejecutables, como ocurrió en el pasado con la declaratoria del abandono del
cargo presidencial y con la destitución de Maduro, la AN podría proceder a
designar un gobierno en el exilio, lo cual sería un paso peligroso para la
estabilidad del gobierno, sobre todo si entendemos que los países del Grupo de
Lima, EEUU, Canadá y europeos, han señalado que no reconocerían a Maduro como
Presidente para un nuevo mandato.
En
este escenario surgiría, como parece haber ocurrido, la necesidad de una
negociación entre el gobierno y la mayoría de los partidos que controlan la AN.
Ésta estaría interesada en recuperar su funcionamiento constitucional, es decir
salir del absurdo desacato impuesto por el gobierno. Estaría también interesada
en ser la única instancia legislativa nacional, para lo cual deberían
eliminarse las potestades legales asumidas por la Asamblea Nacional Constituyente
(ANC), que quedaría sólo para la preparación del nuevo texto constitucional a
ser sometido a votación directa, universal y secreta. Aparece
entonces
el problema de la composición de un nuevo CNE. Adicionalmente estaría el
problema de los presos políticos, la integración de los magistrados exiliados
en el TSJ y la ayuda humanitaria.
Al
gobierno le interesaría el reconocimiento de la AN, que conllevaría al
reconocimiento internacional, la aprobación de créditos y contrataciones, la
eliminación de las sanciones financieras contra la nación y la restitución de
la gobernabilidad y la lucha política como en cualquier país civilizado. La
promulgación de la nueva Constitución podría efectuarse por consenso, al
participar todas las fuerzas políticas y sociales nacionales en su discusión y
elaboración. Su aprobación en referendo abriría paso al cese de la ANC y la
legitimación de todos los poderes en unas elecciones generales sin ninguna
limitación para la participación de partidos ni individualidades. Sería una
salida ideal a la situación de entrampamiento actual de toda la sociedad
venezolana
Luis
Fuenmayor Toro
@LFuenmayorToro
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