El nivel de
la conversación pública y el respeto por los demás ha desaparecido en nuestro
país. El discurso grosero y atropellante, desplaza a la oratoria respetuosa y
constructiva. Cada uno considera tener el monopolio de la razón ¡ay! de quién
ose pensar u opinar diferente porque truenos y rayos llueven sobre él,
inmediatamente. Mientras los agresores denostan, a viva voz, de tirios y
troyanos, sus caras parecen representar personajes celestiales y ladinamente
señalan:
—Este es el
lenguaje del amor, de la tolerancia, de la inclusión. ¡Yo soy bueno! Los malos
son aquellos que me provocan.
El insulto
y la denigración se han incorporado abiertamente a la comunicación cotidiana a
través de todos los medios de comunicación. Lo que antes estaba prohibido decir
o era incorrecto pronunciar, hoy la kakistocracia que detenta el poder lo ha
transformado en manejo cotidiano y lo expresa sin importar los efectos que
pueda causar, sobre todo, en la población infantil. La condena a esas
palabrotas se adorna con atenuantes para tratar de edulcorarlas: Es la
vulgaridad como manera de hacer política
En la
escuela nos enseñaron que, el gobernante debiera ser un educador y de él se
esperaría que enseñara civismo, que transmitiera tolerancia, que divulgara una
cierta institucionalidad en su manera de ser y hasta en su manera de vestir. Ni
que hablar de su manera de expresarse. Ello en teoría, claro está, porque bien
puede ser lo contrario, si además se trata de obtener un beneficio electoral,
ya que, así como el civismo hace escuela, lo propio puede ocurrir con la
vulgaridad. Baste subrayar el uso del lenguaje vulgar como técnica de
comunicación y, por ende, estrategia para generar hechos políticos tangibles.
En América
Latina han existido y existen experiencias no muy gratas, por cierto, en el uso
indiscriminado e irresistible del micrófono. Sin ir muy lejos, en nuestro país,
todos los miércoles, tenemos el ejemplo clásico: un programa de televisión
donde el moderador condimenta los insultos de rigor con amenazas a sus opositores.
Es importante recalcar que, cuando se agravia desde el poder, todo insulto
conlleva una amenaza.
En todos
los tiempos, se ha justificado la vulgaridad bajo el manto de una supuesta
conexión con el pueblo, con el ciudadano de a pie, con las clases populares.
Esto se debe a la conseja de que: el líder carismático debe desafiar los
códigos establecidos de las costumbres burguesas porque las clases populares se
identifican con ese tipo de actuación. Así se desarrolla una cierta pretensión
de legitimidad en la normalización de la vulgaridad. Pero ello es grave, de
hecho, obliga a pensar en la salud—debilitada—de la democracia constitucional,
porque hay varias maneras de derrumbarla: de facto, por un golpe, o de a poco,
por medio de la lenta erosión de la gramática básica de la democracia que
menoscaba la
conversación
respetuosa. Si el otro, no es reconocido como un actor tan legítimo como uno
mismo, allí mismo comienza el fin de la democracia.
Todo esto
habla del papel central de las buenas maneras para la sociabilidad democrática.
Como herramientas civilizatorias. Ocurre que otro de los efectos tóxicos de la
vulgaridad es que cuando el insulto se generaliza desde el poder, esta actitud
se extiende a todas las ramas de la política y de la vida pública. El debate
sufre y la sociedad civil pierde autonomía. En otras palabras, sin civilidad no
puede haber una sociedad “civil”, como adjetivo. Y sin “sociedad civil” como
concepto, la democracia es improbable. Es más que un juego de palabras porque
las buenas maneras son la sustancia de esta ecuación.
Si los que
ejercen circunstancialmente el poder, en vez de servir de ejemplo para la
sociedad, se expresan y actúan como patanes, qué se puede esperar del resto de
la clase política, donde el insulto siempre ha encontrado un terreno fértil.
También vemos como el agravio y la vulgaridad han permeado a nuestra sociedad,
de la manera más desagradable. El insulto se ha convertido en parte del
lenguaje usual de los jóvenes; de hecho, está generación hoy se saluda con un “Hola
güe…” u “Hola mar…”. Palabras tan ofensivas, que en otra época se hubieran
tomado como un severo insulto.
Puede que a
algunos les parezca muy “simpática” su vulgaridad. Pero realmente es una total
falta de urbanidad y educación cívica. ¿Será que estos gobernantes, estos
políticos, estos jóvenes no encuentran una mejor manera de expresarse, de
llevar un debate, de hacer un ataque político, sin el uso de un lenguaje soez?
Cuanto hace falta la urbanidad, la civilidad entre unos y otros. Cuánto se ha
perdido de cortesía. Hoy, la gran estrella, es por lo bajo, el más mentiroso,
el más soez: aquel que se baja los pantalones en público para impresionar ¡No
miréis pa´tras porque espantan!, dicen en mi tierra.
Noel Álvarez
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
Noelalvarez10@gmail.com
@alvareznv
Venezuela
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
Noelalvarez10@gmail.com
@alvareznv
Venezuela
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