La
mayoría de los dirigentes opositores saeteados en las redes sociales atribuyen
su desgracia a “laboratorios” de otros opositores, con frecuencia denostados
como radicales. Los que se consideran atacados colocan su responsabilidad –muy
a la venezolana, por cierto– en otros: los “guerreros del teclado” a los que
contestan con furia desde… el teclado. En esta descarga de responsabilidades,
los rechazados emergen envueltos en bruma angelical; los demás son los malucos
que insultan a quienes solo deberían merecer reconocimientos por sus esfuerzos.
Una de las aristas más perturbadoras de este pequeño drama es que a tal quejío
se suman periodistas, dirigentes y gentes principales de la comarca, que
deberían entender como los que más los fenómenos comunicacionales.
En
el siglo XX la información estaba básicamente en manos de los medios impresos y
audiovisuales clásicos. Con el desarrollo de las nuevas tecnologías la
comunicación se incrementó; ya no hay emisor que no sea receptor y viceversa;
millones se informan instantáneamente y reaccionan del mismo modo, con la
fascinación de estar inmersos en los acontecimientos y con los riesgos de la
precipitación. En el caso nuestro, con la muerte de los medios a manos del
régimen, las redes se han convertido en el espacio de la opinión pública donde
esta se constituye y macera. No es, como dicen los quejillosos, un espacio
mínimo de acoso a unos dirigentes que de otro modo gozarían de inmenso
prestigio, sino el lugar que en el marco de la dictadura defiende la existencia
de, al menos, un nivel de plaza abierta y ciudadana. En una democracia los
premios y castigos ocurren mediante elecciones; en una dictadura del siglo XXI,
mediante la máquina implacable de la opinión en las redes.
Resulta
patético que los que se reclaman como vanguardia de la sociedad, muchos de los
cuales dicen luchar por la libertad, no soportan en los demás un minuto de
libertad cuando ejercen la crítica.
La
crítica no es nunca ejercida a la medida del –de lo– criticado (“constructiva”
la llaman), sino del que la ejerce. Y será la plaza pública la que la integre
de buena o mala manera, a su vez con el ejercicio de la crítica sobre la
crítica misma. Por tanto, reclamar una protección especial para los dirigentes
mediante la añagaza de inspirar lástima (“pobrecito, no tiene sueldo…” u otras
parecidas) es desviar el asunto.
El
fondo de la cuestión es simple; no entenderlo es fatal. Si se observa bien, hay
dirigentes que son vueltos leña casi con cualquier posición que adopten. Tal
catástrofe de opinión no es la acción de un “laboratorio” sino el reclamo que
se le hace a la dirigencia política por no haber cumplido con la oferta de
salir del régimen.
De
allí, el derrumbe de los ídolos. De allí, el escepticismo galopante.
Carlos
Blanco
@carlosblancog
No hay comentarios:
Publicar un comentario