En su mensaje navideño de este año, el papa Francisco
mencionó dos casos particularmente trágicos de nuestro continente: Nicaragua y
Venezuela. Se refirió a ellos con sorprendente serenidad, evitando mojarse en
la violencia que sacude a ambos países. Empuñó una retórica tan predecible como
anodina, invocando un saludo que igual habría podido aparecer impreso en
cualquier tarjeta navideña comercial: unión, paz, blablablá.
Desde la Plaza de San Pedro, el pontífice deseó “que
este tiempo de bendición le permita a Venezuela encontrar de nuevo la concordia
y que todos los miembros de la sociedad trabajen fraternalmente por el
desarrollo del país, ayudando a los sectores más débiles de la población”. Al
referirse al país centroamericano, decidió usar la imagen del pesebre y anheló
que “delante del Niño Jesús, los habitantes de la querida Nicaragua se
redescubran hermanos, para que no prevalezcan las divisiones y las discordias,
sino que todos se esfuercen por favorecer la reconciliación y por construir
juntos el futuro del país”.
Las reacciones no tardaron en aparecer. Las redes
sociales se incendiaron rápidamente. No es fácil ser papa en tiempos de
Twitter. Cuando Bergoglio dice “pío” replican millones de trinos en todos los
cielos digitales del planeta. La revolución tecnológica y el flujo
comunicacional también han democratizado la opinión pública y el debate
religioso. ¿Qué intereses se esconden detrás de las palabras o del silencio del
Vaticano frente a ciertos temas? ¿Por qué su mensaje es tan distinto al mensaje
de los obispos perseguidos o acosados en Nicaragua o en Venezuela? ¿A quién
deben escuchar los católicos? ¿En cuál de estas dos Iglesias deben creer?
Hay quienes, desde un extremismo un tanto delirante,
piensan que el papa Francisco es una ficha del comunismo internacional. Del
otro lado, hay quienes lo justifican y apelan a su condición de jefe de Estado,
a su rol diplomático en los conflictos internacionales. Ambos argumentos
suponen que el rebaño es una masa devota y desinformada.
Analizado desde cualquier ángulo, el mensaje de
Francisco habría podido funcionar de la misma forma y con puntual exactitud
para referirse a cualquier otro país. A México, a Brasil, a Colombia, a
Guatemala… Cualquier nación del continente cabe en los buenos deseos del Padre
de la Iglesia. Y quizás ahí reside, justamente, una parte del problema. Porque
Nicaragua y Venezuela padecen tragedias singulares, con gobiernos que han reprimido
de manera abierta y salvaje a los ciudadanos que protestan y luchan por sus
derechos. No se pueden generalizar los buenos deseos frente a países donde se
asesina, se encarcela y se tortura a personas inocentes.
En ambos países, además, la jerarquía de la Iglesia
católica se ha visto enfrentada, en algunos casos de manera directa y violenta
con el gobierno y con los militares. El argumento de que ellos también son el
Vaticano, de que ellos también son el papa, es tentador y atractivo, quizás
funciona de cara a la institución pero es muy frágil de cara a las víctimas, a
esa comunidad que supuestamente también es la Iglesia.
El mismo problema ha enfrentado Bergoglio con el tema
de la pederastia. Cuando, este mes, un tribunal en Melbourne condena al cardenal
George Pell por abuso sexual en contra de dos menores, de alguna manera
establece también una línea de denuncia y de reclamo con el Vaticano y con el
papa, quien aun a sabiendas de las acusaciones y del proceso judicial contra el
cardenal australiano, lo nombró como miembro de su entorno cercano, en uno de
los cargos más importantes de la curia romana. Está bien que el papa luego
asegure que la Iglesia católica “nunca más encubrirá o subestimará” sus
crímenes, sin embargo, el silencio anterior deja un vacío, una aterradora
sensación de complicidad.
La noticia de un papa latinoamericano creó muchas
expectativas. Cuando el humo blanco fue argentino, se produjo de manera
instantánea una sensación de cambio. Era lo que necesitaba una institución
asfixiada por su propio agotamiento, tanto en los argumentos como en las
ceremonias; perseguida por las denuncias cada vez mayores y estridentes en
contra de algunos de sus sacerdotes.
La llegada de Bergoglio al Vaticano casi parecía una
perfecta operación de mercadotecnia. Proviene además del lugar del mundo donde
el catolicismo tiene más audiencia pero también cada vez mayor competencia. El
avance de las iglesias evangélicas en el continente es sin duda una amenaza
para el Vaticano. Desde esta perspectiva, tratar de ignorar realidad, es un
gran error. O un pecado, podría decir también un creyente.
Fue justamente Rosario Murillo una de las primeras en
darle las gracias al papa Francisco por su mensaje navideño. Y el Vaticano se
merece el espanto de ese agradecimiento. Porque eligió no ver y no decir.
Porque, “delante del Niño Jesús”, el gobierno de Daniel Ortega detiene a
periodistas y confisca medios de comunicación. Porque “los habitantes de la
querida Nicaragua” huyen ahora de la represión oficial que ha dejado un saldo
de 325 muertos y más de 400 detenidos y enjuiciados. Lo mismo pasa en el caso
de Venezuela. Hablar de “concordia” o de “desarrollo” no solo es frívolo sino
también cruel. Aunque el Vaticano decida no ver las noticias o no leer los
informes de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), los refugiados
siguen ahí. La fe no los desaparece.
El 5 de julio de este año, el papa Francisco escribió
en su cuenta de Twitter: “¿Sabemos hacer silencio en el corazón para escuchar
la voz de Dios?”. La promesa de cambio del catolicismo tal vez no tiene que
venir desde arriba, desde la jerarquía. Puede surgir de las bases, del rebaño.
Quizás es hora de que los católicos de América Latina emplacen a su pastor. Que
le exijan que vea y que pronuncie lo que está pasando. Que se ponga del lado de
las víctimas y no de los poderosos. Que le pidan que trate de escuchar la voz
de Dios en estas tierras.
Alberto Barrera Tyszka
@Barreratyszka
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