El panorama
colombiano es sombrío. El escenario de protestas violentas que mantienen vilo a
la población y al gobierno es una manifestación coyuntural, sin duda, pero es
el síntoma más evidente de que se cuecen temas muy álgidos en tierra
neogranadina y que todos se han confabulado para provocar una gran crisis. Son
variados y extremadamente complejos sus componentes: una dramática fractura
social que se ha agravado como consecuencia de año y medio de medidas
restrictivas para contener la pandemia y del impacto de esta sobre la economía
local, una comprometida situación económica que requiere de ingentes recursos para
ser aliviada, la necesidad imperativa de generar ingresos provenientes de la
tributación interna para permitirle al Estado hacer frente a las necesidades
nacionales, una situación de violencia sostenida auspiciada y alimentada por la
guerrilla, la penetración y la violencia generada por el narcotráfico y bandas
criminales autóctonas. A ello se suman las perturbaciones ocasionadas por
acciones del exterior encaminadas a desestabilizar al gobierno alentando la
protesta violenta que, a su vez, se encamina a producir caos y, por último, una
situación de debilidad sanitaria provocada por el recrudecimiento de los
contagios del COVID, todo lo que debe ser atendido de manera inmediata.
La
violencia de las últimas semanas ha sido cruenta y ha causado destrozos aun
imposibles de cuantificar, aparte de haber alterado la normalidad de la vida
ciudadana en importantes ciudades lo que no juega a favor del mejoramiento del
ambiente económico, claro está. Cuando el gobierno retira el proyecto de Ley
que en apariencia habría sido el causante inicial de los disturbios y plantea
al diálogo como una vía para intentar encauzar, discutir y dirimir el
descontento, lo propio es preguntarse cuáles de los protagonistas de esta
anarquía cuidadosamente y estratégicamente planificada tiene la disposición a
entrar en un proceso inteligente encaminado a encontrar soluciones y cuáles ya
expresaron lo que tienen que decir al haber aportado su dosis de violencia a la
protesta y al caos.
Si es de
esta manera que el tema debe ser analizado, la propuesta de diálogo del
presidente Iván Duque no pasa de ser ingenua e inútil. Los gremios de
trabajadores y de campesinos, la dirigencia empresarial y la política es
posible que, de buena fe, estén deseosos de enfrascarse en encuentros de
análisis y de búsqueda de salidas a la crisis con el gobierno. ¿Puede decirse
lo mismo de los anarquistas y terroristas – narcotraficantes, guerrilla, grupos
armados ilegales y el régimen de Nicolas Maduro incluidos- que cumplieron ya
con el perverso propósito de incendiar al país y de crear más descontento e
inestabilidad en las instituciones?
El Estado
en Colombia y en cualquier otra latitud es administrado por un gobierno que
está allí para garantizar la paz de la población por delegación de su
ciudadanía. La protesta sana y pacífica debe ser parte de la dinámica de toda
sociedad: tiene que ser admitida e impulsada. Pero el caos tiene que ser
impedido, aun a costa del demérito de las fuerzas de orden público y el
ejército, quienes en casos como éste inevitablemente siempre serán los
responsables de pagar los platos rotos. El timón hay que sostenerlo con fuerza
y actuar, no doblegarse ante la delincuencia y la revuelta criminal.
Comparto el
criterio del antioqueño Luis Alfonso García Carmona cuando señala: “Si lo que
estamos sufriendo no es una “grave perturbación del orden público”, entonces
¿qué es? ¿No atenta contra la convivencia ciudadana el caos y la anarquía que
vivimos? ¿No se ha demostrado suficientemente la impotencia del Gobierno para
conjurar este amotinamiento? Lo que toca en la vecina tierra no es inventarse
un diálogo estéril - patraña útil a los artífices de la ingobernabilidad- sino
la declaración de un Estado de Emergencia prevista en la Constitución Nacional
y, desde él, ordenar y planificar la recuperación de la vida ciudadana, el
resurgir económico del país y la solución de los problemas sanitarios. Otra
cosa como el pendejo recurso a dialogar no es sino una posición blandengue en
un país que tiene a su democracia sentada en el banquillo
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