Hace unas semanas, lo
que angustiaba a la estructura formal del Partido Republicano era que Donald
Trump, el magnate populista, ganase las primarias de ese partido. Ahora, lo que
les quita el sueño es que pueda ser Presidente.
La razón es que antes
Trump era visto como una garantía de derrota que haría perder a los
republicanos la mejor posibilidad de retomar la Casa Blanca desde que George
Bush hijo se la arrebató a Al Gore. Ahora se sospecha que con su respaldo
creciente en sectores que parecían impenetrables para él sea capaz de hacer
crecer la cada vez más extensa coalición demográfica seducida por su figura
hasta alcanzar el poder y con ello rehacer a su imagen y semejanza el partido
de Lincoln.
Cuando quedó segundo
en Iowa, se pensó que Trump había tocado un techo. Pero desde entonces ha
ganado en New Hampshire, Carolina del Sur y Nevada, es decir en el noreste, el
sur y el oeste, y lo ha hecho con votos de moderados y conservadores,
ciudadanos con poca educación formal y votantes con grado universitario,
trabajadores que a duras penas llegan a fin de mes y personas con alto nivel de
vida, y, ahora, en Nevada, con más votos hispanos que sus rivales.
No se veía desde
Ronald Reagan en el Partido Republicano a alguien con una capacidad de
convocatoria tan horizontal. De allí que en el Partido Demócrata, que antes
veía a Trump como el perfecto adversario para noviembre, ahora estén empezando
a temer que sea capaz, como él mismo se ha jactado varias veces, de atraer
votantes de dicha agrupación. Lo mismo que dio a Reagan su triunfo en 1980.
Trump, claro, no es
Reagan. Su populismo con aires xenofóbicos y su prédica proteccionista, su
lenguaje verbal y físico por momentos matonesco, y su capacidad para desdecirse
sin que le tiemble el (inexistente) mostacho hacen pensar en un verdadero salto
al vacío si gana. A menos que -fiel a sí mismo- se desdiga de todo una vez en
el Salón Oval y acabe volviéndose un tipo razonable.
Todo esto es una
hipótesis a la que falta mucho para dotar de peso. Por lo pronto Trump tiene
que ganar las primarias en 11 estados en el “Súper Martes”, el 1 de marzo, y 15
días después las de estados cruciales como Florida.
Pero a estas alturas
no tiene un retador creíble. De los cuatro adversarios que le quedan en pie,
sólo dos, los senadores cubanoamericanos Ted Cruz y Marco Rubio, tienen
opciones. Pero el primero es un cruzado de derecha al que el partido formal
tampoco quiere, de manera que sólo queda Rubio como “esperanza blanca” para la
jerarquía republicana -desde congresistas hasta financistas y medios afines-
que maneja las cosas en esa agrupación.
Pero Rubio no ha
ganado hasta ahora una sola primaria. Si no gana algo importante en el “Súper
Martes”, no se ve cómo el “establishment” republicano pueda parar a Trump.
Hasta ahora, y falta muy poco, las encuestas favorecen al populista en todos
esos estados excepto Texas, el del senador Cruz.
Estamos ante un
fenómeno extrañísimo. Hace pocos años, la rebelión de las bases contra la
jerarquía era la del “Tea Party”, que quería devolver al partido a la filosofía
conservadora en estado quintaesencial.
Hoy, Trump representa
lo contrario: un pasado de afinidades con los demócratas y “liberales” (en el
sentido estadounidense), un desprecio por la ideología y las vacas sagradas del
partido, una masa popular que amenaza con desplazar las estructuras
fundamentales del partido alrededor de un improvisado que predica la grandeza
del país.
Alvaro Várgas Llosa
avllosa@independent.org
@latercera
Oakland,- California
- Estados Unidos
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Publicado por Gabriel
Gasave el 27 febrero 2016
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