EL PARLAMENTO ES UN
ESTORBO
Hace algunos días vi el documental francés “Lenin, la otra historia de la revolución
rusa”. Lo vi sin grandes expectativas. A estas alturas pensaba que más no se
podía indagar sobre la revolución rusa de 1917. Y sin embargo, el film dirigido
por Cédric Tourbe me pareció en algunos de sus pasajes, novedoso.
El documental confirma, por cierto, lo que ya se sabía: Lenin era un
político por naturaleza, capaz de captar con extrema rapidez el curso de los
procesos históricos. La documentación reunida por el historiador Marc Ferro y
por el experto en crisis políticas Michel Dobry, demuestra que las teorías de
Lenin variaban, sí, incluso se contradecían unas a otras cuando el curso que
tomaban los acontecimientos así lo determinaba.
Lenin tenía ese extraño don de saber tomar el pulso a la historia y
reaccionar en el momento preciso, no dejar escapar la oportunidad cuando esta
se presentaba, e incluso adulterar sin escrúpulos las teorías de Marx si eso le
parecía necesario para realizar su obsesión: la toma del poder.
No voy a relatar el film. Me detendré solo a precisar un momento que sí
logró impresionarme. Ocurrió cuando apareció en la pantalla un mapa de Rusia
marcado por una cantidad numerosísima de puntos rojos. Esos puntos eran los
sóviets, consejos de obreros, campesinos y soldados, surgidos por primera vez
durante la revolución fallida de 1905 y reactivados el año 1917 antes de la
caída de Nicolás ll.
Ese mapa ilustra mejor que cualquier texto de historia la realidad que
comenzaba a vivir Rusia a partir de la caída del Zar y durante el gobierno
provisional dirigido por Alexander Kérenski en representación de la Duma
(parlamento). Por un lado, el poder constitucional de Kérenski y la Duma. Por
otro, el de los puntos rojos, el de los sóviets. Una situación de “doble poder”,
así la denominó Leo Trotski.
Mirando ese mapa se entiende perfectamente la atracción que ejercían los
sóviets no solo entre los bolcheviques, sino también entre quienes hasta ese
momento habían sido sus compañeros de ruta: los mencheviques y los socialistas
revolucionarios.
Frente a esa dualidad de poderes, Lenin evaluó dos opciones: o apoyar a
Kérenski, tal como lo hizo durante el intento de golpe de estado del coronel
Kornilov (agosto) y así, junto a los mencheviques y liberales asegurar la
continuidad de un gobierno republicano y parlamentario, o apoyar el poder de
los sóviets. El sagaz Lenin resolvió rápidamente el dilema; su consigna central
fue legendaria: “todo el poder a los sóviets”. Desde Petrogrado, convertida por
Trotski en comando central de los sóviets, la consigna se convirtió en orden.
Con la consigna “todo el poder a los sóviets” había nacido –eso no podía
saberlo Lenin- una doctrina: la del poder que prescinde de las instituciones
del estado moderno, es decir, la del poder que rompe con la división de los
poderes del Estado propuesta por Montesquieu para que los mandatarios no se
transformaran en monarcas absolutos. Pues “todo el poder a los sóviets”
significa en texto claro: ningún poder al Parlamento. La revolución de Lenin
fue así, y desde el comienzo, una contrarrevolución antiparlamentaria.
La revolución de Lenin no fue anti-zarista como la que llevó al poder a
Kérenski en representación del Parlamento (febrero) sino, en primer lugar -y
sobre todo- antiparlamentaria. Y si se tiene en cuenta que no puede haber
democracia sin parlamento, fue también, desde sus primeros momentos,
antidemocrática. Por esa misma razón tampoco fue, la de octubre, la revolución
de los sóviets.
Quienes entraron al Palacio de Invierno (entraron, no asaltaron; en el
film eso queda muy claro) no fueron los sóviets pues todos sus diputados
estaban abocados en esos momentos en la preparación del Segundo Congreso de los
Sóviets que debería tener lugar el 25 de octubre de 1917.
Quiénes entraron al Palacio de Invierno eran miembros de una multitud
desorganizada (¿turbas?). Entre ellos, soldados desertores de un ejército
descompuesto quienes recibieron el pomposo nombre "post-factum" de
Comité Militar Revolucionario. Ellos solo accedieron a la residencia al darse
cuenta de que esta había sido abandonada por sus ocupantes.
Lenin no dejó escapar el momento. Ordenó a los bolcheviques que se
pusieran delante de “las masas” e inmediatamente comenzó a repartir ministerios
entre sus amigos más leales. No sin razón Rosa Luxemburg calificaría a la
“revolución de octubre” como el resultado de “un simple golpe de estado”. El film constata, además, que mientras era
preparado el “asalto” al Palacio de Invierno, los teatros, la ópera, los restaurantes,
seguían funcionando como si nada hubiera sucedido. Quizás solo Lenin sabía que
en ese instante estaba cambiando el curso de la historia universal.
Efectivamente: el partido había sustituido desde el primer momento a los
sóviets. Y a la cabeza de ese partido estaba Lenin. En octubre de 1917 fue
establecida una relación directa entre
el líder del partido en representación de un comité central puesto a su
servicio, y las masas no soviéticas organizadas desde el partido.
La república soviética, en consecuencias, no solo fue antiparlamentaria
y no-soviética. Fue, además, anti-soviética.
El Congreso de los Sóviets tuvo lugar efectivamente el 25-10, con nueve
horas de retraso. Precisamente en el congreso que iba a definir la estrategia a
seguir para que los sóviets accedieran al poder, Trotski -no Lenin- anunció que
el poder ya había sido tomado por los sóviets pero sin los sóviets. Como
escribió Máximo Gorki, el 7 de diciembre de 1917: “Los bolcheviques se han
colocado en el Congreso de los Sóviets tomando el poder por sí mismos, no por
los sóviets. [...] Esto es una república oligárquica, la república de algunos
comisarios del pueblo”.
La mayoría de los socialistas revolucionarios y los mencheviques
abandonaron en acto de protesta la sala del Congreso. Fue un gravísimo error.
En nombre de la Unión de Repúblicas Soviéticas fue aprobada la dictadura del
partido bolchevique. Lenin y Trotski fueron sus iniciadores. Stalin la
construyó a sangre y fuego.
Muchos años después, Putin, sin recurrir a ningún partido, pero asociado
a la Iglesia ortodoxa del zarismo, ha restaurado lentamente a la república
antiparlamentaria. Desde esa perspectiva, Lenin- Stalin- Putin, cada uno en su
tiempo, han sido los líderes de la contrarrevolución antiparlamentaria,
antidemocrática y antisoviética nacida originariamente en nombre de los
concejos de obreros, campesinos y soldados.
La por Lenin llamada democracia directa según la cual no debe existir
ningún tipo de mediación institucional entre las organizaciones de base y el
líder supremo, ha pasado a ser, después de Lenin, la utopía de casi todas las
dictaduras del mundo. Quizás esa es la razón que explica por qué la figura de
Lenin no solo ha fascinado a los “revolucionarios” de izquierda, sino también a
los de las más extremas derechas.
Mussolini, como es sabido, fue un admirador de Lenin. Del mismo modo no
pocos nazis se sintieron atraídos por el dictador ruso (existía incluso al
interior del NSDAP una fracción llamada “bolcheviques-nazis”) del mismo modo
como los neo-fascistas europeos de nuestro tiempo no ocultan su admiración por
el nuevo Vladimir: me refiero a Putin.
Seguramente el muy inteligente Carl Schmitt, quien fuera jurista de
Hitler y cuyas teorías anti-parlamentarias siguen siendo patrimonio del
pensamiento teórico de las ultraderechas y del neo-fascismo, se habría sentido
hoy fascinado por la figura de Putin del mismo modo como lo estuvo por la de
Lenin. En efecto, los dos Vladimires, Lenin y Putin, son las representaciones
más genuinas del antiparlamentarismo moderno. Tanto el uno como el otro
convirtieron al parlamento en una institución puesta al servicio de la
autocracia en el poder.
El parlamento era para Lenin lo mismo que después fue para Hitler y
Schmitt: un estorbo para el ejercicio directo del poder, un obstáculo para el
diálogo libidinoso entre el gran líder y el pueblo, un elemento dilatorio
destinado a torpedear la “soberanía decisionista” (Schmitt) del principio del
líder (Führerprinzip). Fue por eso que Schmitt asumió como suya la
caricaturización que hiciera el ultrarreaccionario filósofo español Donoso
Cortés (Discurso sobre la Dictadura) cuando llamó a los parlamentarios “clase
discutidora”.
En su libro El Estado y la Revolución, escrito en vísperas de la toma
bolchevique del poder, Lenin, como si hubiera leído a Donoso Cortés, llamó al
Parlamento “jaula de cotorras”. Textual: “ La salida del parlamentarismo no
está, como es natural, en abolir las instituciones representativas y la
elegibilidad, sino en transformar dichas instituciones de jaulas de cotorras en
corporaciones de trabajo”.
La destrucción de la democracia pasa efectivamente por la
des-parlamentarización del Estado. Por esas mismas razones, la lucha por la
democracia en los países dominados por dictaduras ha sido, es y será, la lucha
por la instauración y/o recuperación del parlamento en su triple función:
Órgano de diálogo y deliberación entre representantes del pueblo
libremente elegidos
Órgano legislativo de la nación jurídica y políticamente constituida Contra-poder frente a las tentaciones omnipotentes del ejecutivo.
Sin esas tres atribuciones parlamentarias la democracia es una
imposibilidad. La democracia directa
-sueño o pesadilla soviética- nunca ha existido. La democracia ha de ser
indirecta y delegativa o no ser. La soberanía de un pueblo ha de expresarse en
el voto de cada ciudadano a solas con su conciencia, frente a una hoja de papel
en donde hay nombres que elegir. Nunca entre individuos escondidos en una
multitud, aplaudiendo a las locuras del líder de ocasión.
Sin parlamento el gobierno se convierte en Estado. Es por eso que todos
los que se han planteado como tarea histórica la destrucción del Estado, han
comenzado por destruir al Parlamento.
No deja por eso de producir miedo el hecho de que un alto representante
del gobierno de los EE. UU, nada menos que el ideólogo de Donald Trump, Steve
Bennon, no solo ha declarado su admiración por los dos Vladimires rusos, sino, además,
propuso como tarea histórica “la destrucción del Estado”. Un tipo de esa
escuela no tiene nada que hacer en un gobierno elegido por el pueblo. Aunque
ese gobierno sea el de Donald Trump, los EE. UU son la nación de Thomas
Jefferson y Abraham Lincoln. A esa tradición no pertenece Lenin.
Lenin sustituyó al parlamento por los sóviets, a los sóviets por el
partido y al partido por su secretario general. Pese a que el documental
“Lenin, la otra historia de la revolución rusa” busca exaltar a la figura carismática
de Lenin, si uno lo ve con ojos críticos, no puede ocultar la durísima verdad:
Stalin vivía dentro de Lenin del mismo modo como Putin vivía dentro de Stalin.
El documental muestra claramente como la revolución de octubre no fue
más que un golpe de estado ejecutado por una pandilla de audaces activistas,
seguidores de un talentoso, hábil e ilustrado dictador que imaginaba hablar en
nombre del pueblo y que, por lo mismo, no necesitaba de ese pueblo.
Afortunadamente esa historia no ha terminado. Lenin no ha podido
derrotar a Montesquieu. Después de Lenin, muchas revoluciones han surgido para
reivindicar el derecho de los pueblos a elegir a sus propios representantes.
La lucha de nuestros tiempos ya no es
anti-parlamentaria como fue en los días de Lenin y Trotski, sino todo lo
contrario: ella tiene lugar en contra de gobiernos que, como el de Lenin, han
usurpado el lugar del parlamento y, con ello, el del Estado.
Justamente después de, y quizás gracias a la, experiencia de la
revolución rusa, hay un consenso político entre los demócratas: sin parlamento
elegido de acuerdo a los principios del sufragio universal, no hay democracia.
La lucha por el parlamento es por lo mismo la lucha por el voto, es decir, la lucha por la democracia. Esa lucha logró
su máxima victoria en las revoluciones que llevaron al derrocamiento de las
dictaduras comunistas post-leninistas europeas (1989-1990) .
Hoy, un siglo después de la contra-revolución de Lenin, tiene lugar un
segundo capítulo: la lucha electoral en contra de los movimientos y partidos
neo-fascistas dirigidos desde la Rusia de Putin. Seguramente habrá nuevas
derrotas, pero también algunas victorias. En América Latina al menos, el
socialismo del siglo XXl, tan anti-parlamentario y tan autocrático como fue el
del siglo XX, ya se encuentra en franca retirada.
La lucha continúa.
Fernando Mires
mires.fernando5@gmail.com
@FernandoMiresOl
@FernandoMires1
Chile-Alemania
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