La
especificidad, “originalidad” y peligrosidad de los inéditos eventos que
ocurren actualmente en la fachada occidental del territorio venezolano,
requieren del análisis profundo y obligan a la caracterización académica y a la
determinación e intervención política, nacional, binacional e internacional.
Frente al
espacio terrestre colombiano, complementario al nuestro, en los binomios
estatales o departamentales constituidos por el Zulia- Guajira, Táchira-Norte
de Santander, Apure-Arauca, Amazonas-Vichada, ocurren eventos protagonizados
por actores y factores violentos que asolan sin más, yendo y viniendo,
destruyendo a la libre, a personas, poblados, recursos naturales e
instalaciones públicas y privadas, además de animales y tierras.
Es más que
necesaria pues, obligante la actuación exclusiva en principio de autoridades
venezolanas para poner fin a lo más parecido a guerra entre mafias por el
control de territorio. Allí delinquir libremente o con la participación de
autoridades locales o nacionales en el despliegue compartido de sus fechorías,
es la gimnasia diaria, ahí radica su santuario. Esas bandas parecen estar mejor
dotadas de apoyos, pertrechos e inteligencia, que nuestro ejército en la zona,
mientras la gente huye despavorida, se desplaza forzosamente, protegiendo
cuando puede vidas personales, animales y enseres.
Ante la
precaria presencia del Estado venezolano para proteger y preservar soberanía y
defensa de dignidad nacional, el discurso del gobierno deambula torvo en el
Olimpo, mientras el conflicto crece estrepitosamente a la vista cómplice de
todos. El mismo ha sido denunciado por la ONG FundaRedes de manera minuciosa,
aportando pruebas a través de la “curva de violencia”, que se muestra a diario,
que si no fuera por ellos quedaría esa realidad tapiada por el olvido y en la
mayor impunidad.
Todo hace
pensar en la coparticipación de actores y factores que atentan gravemente
contra la paz y la estabilidad de la República y de la región que se incendia,
además de la pandemia, por graves conflictos sociales.
No
obstante, no se observa la intervención clara y definida de quienes debieron,
desde hace tiempo, actuar con claridad para no dejar crecer aún más las malas
hierbas que hacen a su antojo y rastrojo en lo que fue la frontera occidental
venezolana, la más viva y pujante de América Latina de otros tiempos, hoy en
manos ajenas.
Dentro de
esta caracterización cabría sumar que es un conflicto interno que se da en una
región que involucra a dos estados nacionales, Colombia y Venezuela, que entre
esos dos gobiernos, imperdonablemente, no existen desde el 23 de febrero de
2019 relaciones diplomáticas y consulares, ni tampoco políticas o económicas.
Que
coexiste además un nexo de penurias, que se ha trasladado explosivamente desde
Venezuela hacia el vecino o a través de él, en una población que se calcula en
6 millones de personas de las cuales se tienen registrados alrededor de 2
millones de seres humanos que permanecen en territorio colombiano.
Otro asunto
no menor a resaltar es que desde 1830, año en que se separaron ambas
naciones de la Gran Colombia, no ha
habido conflicto en la frontera terrestre más preocupante y revelador que este.
Ni siquiera
comparable a la masacre de El Amparo en 1985, o la de Perijá en 1987, o la de
Cararabo en 1995, o las voladuras de oleoductos por parte de la guerrilla
colombiana, o el secuestro y la extorsión, o el cobro de vacuna, o la
persecución en caliente, o la violación del espacio aéreo y demás
circunstancias conflictivas, ni siquiera todas juntas a la vez, son a mi manera
de ver tan devastadoras y peligrosas como las que ocurren actualmente.
Y aparte
valga la pena acotar que el otro conflicto de tanta envergadura, pero aquel
entre ambas naciones y que llamó la atención del mundo, fue el ocurrido en
áreas marinas y submarinas del golfo de Venezuela, sobre las cuales Venezuela
ha ejercido y ejerce soberanía plena.
En esos
territorios marítimos, en los que incursionó arteramente la corbeta ARC Caldas,
se creó un estado de pre guerra entre ambos países que a fin de cuentas fue
resuelto por manos sabias y prudentes, pero que quedó grabado en la conciencia
histórica del pueblo venezolano. Pero eso fue en agosto de 1987,
fundamentalmente sobre el mar Caribe y en el golfo de Venezuela, y lo que ahora
ocurre es sobre tierra firme creando una situación política internacional y de
crisis humanitaria muy particular.
Porque
además la guerra que allí y ahora se libra tiene unas connotaciones
intolerables sobre la población que huye, que anda perseguida para colmo de
males por la pandemia, la dictadura y la carestía material, espiritual y
política de estos ingratos tiempos. Por que esa guerra no es suya, población
civil desprotegida, sino entre bandas subversivas enfrentadas por razones poco
ideológicas, por intereses en tensión entre narcotraficantes que se pelean por
el control de zonas donde ejercer a la libre sus inocultables negocios de
tráfico de drogas, de armas y de todo lo demás.
Agreguemos
que según observan algunos analistas la presencia de estas bandas ya avanza por
buena parte del territorio nacional creando así, si no se detiene esta plaga a
tiempo, un estado de disolución de la nación que antes se conocía con el nombre
de Venezuela. No agreguemos el tema de Guyana a esta letanía que multiplicaría
aún más la preocupación sobre el análisis de la situación planteada.
Agreguemos
y alertemos si a todos con un llamado de atención porque las repercusiones que
a nivel hemisférico puede tener este ejemplo, en tiempos de
desinstitucionalización generalizada, crecimiento exponencial de la pobreza,
desplazamientos forzosos, crisis de los valores democráticos y avance del
populismo, demagogia y mesianismos políticos, pueden ser devastadoras.
Quede claro
que esta situación se da cuando Venezuela y Colombia no tienen relaciones sino
de conflicto y en donde las posibilidades de diálogo por encima de coyunturas,
hoy convertidas en constantes, están canceladas por distancias ideológicas,
personales y viscerales.
Las
relaciones entre Colombia y Venezuela están más allá de ser hoy por hoy una
excelsa necesidad espiritual, un ostentoso apremio existencial, una frase feliz
dentro de un discurso protocolar y enjundioso, pues la farisea cortina de
hierro establecida entre dos países vecinos que rechazan los canales
diplomáticos e institucionales para solucionar conflictos y atender emergencias
humanitarias o catástrofes naturales si fuese el caso, están levantadas y son
muy altas.
Porque si
bien es una verdad a medias que el problema se está produciendo en territorio
venezolano, el mismo posee una urdimbre multiplicadora, una maraña siniestra de
actores proclives al conflicto, su negocio, que involucra energías de uno y
otro país y tal vez más, que pudieran estar jugando a un plan regional de
desestabilización pendenciera que en el fondo hace girar la ruleta de la
posible aparición de soluciones de fuerza como ha ocurrido en otros momentos en
América Latina en tiempos de crisis y radicalización.
La
situación es grave, compleja y de repercusiones insospechadas. El gobierno
venezolano fiel al discurso según el cual siempre la culpa está en los demás,
quiere achacar al gobierno colombiano y al imperialismo norteamericano la razón
de estos y demás males. Pero a la vista de todos está la terrible y porosa
peligrosidad de los actores involucrados en lo que ocurre en la frontera
occidental de Venezuela y que sigue su curso. El gobierno venezolano, el
colombiano, además de la comunidad internacional, tienen la palabra.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
Venezuela
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