En el conmovido y cambiante mundo de la política, muchos son los dislates o disparates que se presumen impolutos y perfectos. En medio de las obcecaciones y contradicciones que suscriben una decisión política, emergen problemas que, presuntuosamente, se asumen como objetivos a fin de acicalar realidades. Aun cuando luego terminan enmarañándose. Pero que para dar un mejor y logrado semblante, tan cuestionadas situaciones buscan justificarse mediante forjadas mentiras. Aunque, inevitablemente, incitan más problemas.
Finalmente, la realidad es ocupada por retahílas de nuevos o añosos problemas. Esto lleva a que el ejercicio de la política termine complicándose. Y por tanto, haciendo que surjan ciclos viciosos alimentados por otros problemas. De igual o mayor fuerza.
De esa forma, funciona la política. Esa política que se levanta sobre improvisaciones o excusas. Muchas veces tan simplistas como enredadas. Pero que además, esconden en su esencia anomalías conceptuales e instrumentales. Esa es la misma política que surge del pensamiento envenenado de achacosos o mañosos politiqueros de oficio.
Si algo en ese contexto debe considerarse, son los problemas que ocasiona un proceso electoral. De todo orden y magnitud, Más, si se trata de comicios que movilizan un país completo. Problemas de logística, rivalidad, acogida, mercado político, escrutinio, entre otros. Sobre todo, si la confrontación ocurre en terrenos políticos asediados por ideologías refutadas por ortodoxas, impositivas o engañosas.
Es precisamente, el caso Venezuela. Las elecciones sucedidas el 21-N, son un patético ejemplo de lo que bien o mal acontece en un contexto político polarizado. O porque el sistema político imperante, es representativo de una corriente autoritaria o totalitaria. Entonces, los problemas suscitados liberan conflictos disociados de la concepción que envuelve el ejercicio de la política en su sentido más amplio. Esa situación genera inconvenientes que sacan a flote debilidades políticas no superadas. Y acumuladas.
A este respecto, deben agregarse aquellas complicaciones que saltan a la palestra para enredar cualquier disposición que posibilite la presencia de alguna salida o solución. Complicaciones éstas relacionadas con la incidencia de problemas personales que dejan ver mezquindades, apetencias y mediocridades.
También, problemas que reflejan una precaria cultura política. Tanto, que dificulta no sólo la claridad de la narrativa política sobre la cual se erige la oferta electoral. Igualmente, problematiza el manejo de conceptos políticos, sociales y económicos que sostienen explicaciones que, a su vez, determinan procesos que afianzan deliberaciones, decisiones y realizaciones que comprometen la eficacia del proceder político-público.
En la medida que estos conflictos irrumpen como condicionantes políticos en un proceso electoral en curso, sus protagonistas adquieren el poder para actuar como distorsionantes del proceso en sí mismo. En consecuencia, ejercen dominio sobre la conducta política de la población con capacidad de decisión electoral. Esto causa que se tergiversan las estrategias asumidas por los partidos políticos alineados para participar en la ronda electoral. Y por ende, se altera la organización de la apuesta electoral afectándose todo el proceso comicial.
Cualquier impertinencia que suceda en el fragor de tan sensible proceso político, hace que se desacomoden las articulaciones que le imprimen seguridad a la movilización de electores y recursos del cual pende el proceso electoral.
Un problema de espacio político
Y eso fue lo que afectó el último y los anteriores procesos electorales que se han dado en Venezuela. Los problemas acusados, no se remiten exclusivamente a los números que cada elección arroja. La causa de la crisis política que estropea cada proceso eleccionario, debe perseguirse más a fondo. Sobre todo, cuando pareciera que todo radica en un conflicto por el espacio político que, naturalmente, debe ocuparse en provecho de un ejercicio de gobierno más aprehensivo de todo cuanto puede potenciar a su favor.
Tanto electores como partidos políticos, en lo que constituye el caso Venezuela, son responsables de cuánta degradación padecen estos procesos electorales. En medio de tan decadente relación, no hay mecanismo expedito que induzca la valoración recíproca ante los conflictos debidamente categorizados y ordenados. Esencialmente, en función de sus características más prominentes y evidentes. Para ello, electores y partidos deben actuar en correspondencias con metodologías que hagan coherente la valoración necesaria. Es casi un problema que se corrige apelando al concepto de territorialidad funcional. O sea, una especie de particular conciliación entre intereses que se supeditan a la disposición espacial que favorece la disposición de trabajo político de ambos actores.
Es importante visualizar el panorama político sobre el cual todos los partidos exponen sus intereses y necesidades. Así, es posible que los electores entiendan el respeto y consideración de los partidos participantes en la justa electoral. De esa forma, se infunden valores como el respeto, y la ecuanimidad los cuales son fundamentales al momento de discernir actuaciones y valorar intenciones.
Aunque en principio, pueda sonar difícil lograr esta simbiosis tan necesaria. Sin embargo, es la razón que puede redimir aquellos atropellos y carencias de condiciones que entorpecen el ordenamiento que debe pautar un proceso electoral. Particularmente, en el plano político. No haber entendido ese modo de relación entre electores y partidos, ha llevado a que reincidan los errores antes cometidos.
Mientras metodologías de este tipo no se practiquen, Venezuela se verá entrampada en los mismos problemas que justifican seguir apegados a modelos políticos abanderados por criterios políticos chabacanos.
El caso Venezuela, si bien se trabó en las mezquindades que reposan en las apetencias que despierta el manejo del poder político, igualmente se tropezó con las desventajas que configura el problema de la economía electoral. Que su vez, condiciona las finanzas electorales vistas como el puntal sobre el cual se balancean las desigualdades y desequilibrios. Además, empuja a acentuar el problema de la normativa pública que apenas se emplea para intimidar a quienes menos pueden resistir su fuerza.
Fue así como el régimen venezolano, se aprovechó de su capacidad de coerción para manipular los partidos políticos a los que pudo borrar sus simbologías e historias. Por consiguiente, manipuló alevosamente las relaciones de fuerza existentes entre partidos de gobierno y de oposición por cuanto son las que a menudo deciden.
Sin embargo, el régimen no descartó otras mañas que le han funcionado anteriormente. Más, cuando busca apoyo de actores políticos que se venden “al mejor postor”. La necesidad de asegurar su “triunfo electoral”, lo lleva a cometer cualquier desvarío. Esta vez, volvió a hacer uso de la vieja maniobra del arte de la guerra: “divide y vencerás”. Y fue así como pudo accionar su perversidad. O sea, la trampa que articuló todo su proceder.
El objetivo no era cumplir con el principio conmutativo de la matemática, según el Algebra de Baldor. Sólo se interesó en imponer su fuerza política sin dejar que le arrebataran sus espacios de poder. Sus espacios políticos. Aunque bastantes traqueados. Y para eso, el régimen opresor se olvidó de leyes orgánicas y de la misma Constitución. Actuó sin medir consecuencias, como en efecto lo hizo y logró su fin. De hecho, atropelló la separación de poderes que debe comportar la estructura del Poder Público Nacional.
Y tal como sucedió en la última elección convocada por el régimen venezolano, a pesar de las promesas que hipnotizaron al elector en los momentos previos al acto electoral, los actores políticos en juego, mareados por el astuto arreglo organizado por el régimen, volvieron a enredarse. Así, reventó el caso Barinas. Y todo ello, por causa del “error reincidente”.
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Venezuela
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