domingo, 13 de diciembre de 2015

ENRIQUE VILORIA VERA, DOÑA BÁRBARA Y EL 6D EN VENEZUELA

Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura  y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no alcanzaremos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea. Rómulo Gallegos
Rómulo Gallegos se definía a sí mismo como “un intelectual prestado a la política”. Paradójicamente ese préstamo fue de lo más fructuoso; el escritor  desempeñó cargos y posiciones relevantes en el ámbito político, antes de ser elegido Primer Mandatario Nacional.  La carrera política del escritor es tributaria de su escritura. Recordemos que  fue su novela Doña Bárbara, la génesis de su ingreso a la política nacional. Después de haberla leído, fue tanto el beneplácito de Juan Vicente Gómez que decidió nombrar a Gallegos senador por el Estado Apure - territorio de las andanzas y correrías de Doña Bárbara, la Cacica del Arauca - que muy bien conocía el novelista. Con innato olfato político, Gallegos se sale del entuerto, huyendo al exterior para alejarse de “una comunidad rudimentaria que no puede vivir sino a la sombra del jefe”.
Doña Bárbara ha sido con toda razón vista como una novela costumbrista donde la civilización y la barbarie están en permanente conflicto y el llano es el escenario ideal para los personajes que encarnan una, Santos Luzardo y otra, Doña Bárbara. En esta oportunidad, empero, queremos poner el énfasis en el carácter idiosincrásico de esta obra en la que se hace palmariamente presente una manera de entender al país – el de principios del siglo XX y el del XXI, hélas - a sus usanzas políticas, a sus prácticas sociales. Excelente es el ojo analítico del novelista para transmitir la triste realidad de pueblos y gentes de la Venezuela recóndita.
En lo concerniente a los olvidados pueblones que ensombrecen el paisaje venezolano, Gallegos describe: “Escombros entre matorrales, vestigios de una antigua población próspera; ranchos de palma y barro esparcidos por la sabana; otros; más allá, alineados a orillas de una calle sin aceras y sembrada de baches; una plaza, campo de yerbajos rastreros a la sombra de tiñosos samanes centenarios; a un costado de ella, la fábrica inconclusa – que más parecía ruina – de un templo que habría sido demasiado grande para la población actual, y finalmente algunas casas de antigua y sólida construcción, las más de las ellas deshabitadas, algunas sin dueño conocido; una población cuyas principales familias habían desaparecido o emigrado (…) esto era el pueblo cabecera del Distrito”. No menos dramática es la situación de los pobladores que van quedando: “…estos del pueblo llanero eran tristes, melancólicos, aniquilados por la leucemia palúdica. Mujiquita, especialmente, era una verdadera lástima: los bigotes, el cabello, las pupilas, la piel, todo parecía tenerlo empolvado, con aquel polvo amarillo que alfombraba las calles del pueblo (…) No era desaseo, propiamente; era pátina, marchitez palúdica y soflama del alcohol”.
El escritor se adentra en la realidad del latifundio, esa abominable institución que ha caracterizado a Venezuela desde sus inicios como nación. Latifundio y terrofagia desvelan un país de terratenientes inmorales que no desperdician ningún artilugio jurídico para incrementar los límites de sus interminables haciendas. Los linderos en el llano se mueven de acuerdo con la voluntad del latifundista, El Miedo de Doña Bárbara crece y crece a expensas de los hatos aledaños, en especial, con las tierras de Altamira, la cada vez más reducida hacienda de Luzardo. Doña Bárbara ironiza: “pero si yo no soy tan ambiciosa como me pintan. Yo me conformo con un pedacito de tierra nada más: el necesario para estar siempre en el centro de mis posesiones, donde quiera que me encuentre”.
Porque es que en el llano impera sólo la “Ley de doña Bárbara”, hecha a su medida de acuerdo con sus pasiones e intereses. Para hacerla cumplir están los matones a sueldo, los sicarios oportunos, los círculos armados que acompañan al poder, los Mondragones, Melquíades El Brujeador. Gallegos recoge esa violenta realidad de sangre y balas, de machetazos y cicatrices, donde los derechos se defienden con la fiera ley de la barbarie: la bravura armada.
Comarcas sin justicia – “porque reclamar derechos no es tan fácil como aparece en los libros” -  en las que además, por si no fuera poco, se confunde el poder civil con el militar. Ño Pernalete, es el vivo retrato de esa manera de gobernar que aún debemos soportar los venezolanos, esta perniciosa alianza cívico - militar: “Se parecía a casi todos los de su oficio, como un toro a otro del mismo pelo, pues no poseía ni más ni menos que lo necesario para ser Jefe Civil de pueblos como aquél: una ignorancia absoluta, un temperamento despótico y un grado adquirido de correrías militares”, lo que llevó a Ño Pernalete, el Coronel de utilería, a estallar en cólera:
“¡Esto no se queda así! Alguno va a pagar la altanería del doctorcito ese. ¿Venir a hablarme a mí de leyes!”
Gallegos denuncia el maridaje perpetuo existente en Venezuela entre el poder político y el económico, entre los enchufados. Doña Bárbara es intocable, a su casa no llegan  circulares gubernamentales, ni citaciones judiciales, ni avisos oficiales de ningún cuño. De ser el caso, todo será amañado, negociado, cambiado según el interés de la Doña, a fuerza de dinero, regalos y agasajos, porque ninguna ley es más poderosa que la voluntad del potentado.
El novelista subraya también la ausencia de iniciativa económica del venezolano, la enfermedad holandesa que lo carcome, el rentismo que se anidó para siempre en la conciencia ciudadana: “Duro es decirlo, pero el llanero no ha hecho nada para mejorar su industria. Su ideal es convertir en oro todo el dinero que le caiga en las manos, meterlo en una múcura y esconderlo bajo tierra: Así hicieron mis antepasados y así haré yo también, porque esta tierra es un mollejón que le embota el filo a la voluntad más templada”.
Sin embargo, el gran tema que plantea Gallegos en Doña Bárbara es el del caciquismo, el del caudillaje permanentemente anclado en nuestra idiosincrasia, en nuestro imaginario: esa imperiosa necesidad de contar con seres indispensables que todo lo saben y todo lo pueden. Santos Luzardo tiene plena conciencia de que su lucha civilizadora es contra las aspiraciones del Hegemón, contra el HíperLíder del llano, contra el Caudillo de turno, contra el Cacique sacrosanto.
El 6D, las elecciones parlamentarias venezolanas, le acaban de conferir razón y justicia al Maestro Gallegos; el pueblo mayoritariamente votó para que los  caudillos, los Comandares Eternos no sigan viviendo y sean un triste recuerdo de una revolución hablachenta e ineficiente.
Enrique Viloria Vera
viloria.enrique@gmail.com
@EViloriaV

Santiago de Compostela – España

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