Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no alcanzaremos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea. Rómulo Gallegos
Rómulo Gallegos se
definía a sí mismo como “un intelectual prestado a la política”.
Paradójicamente ese préstamo fue de lo más fructuoso; el escritor desempeñó cargos y posiciones relevantes en
el ámbito político, antes de ser elegido Primer Mandatario Nacional. La carrera política del escritor es
tributaria de su escritura. Recordemos que
fue su novela Doña Bárbara, la génesis de su ingreso a la política
nacional. Después de haberla leído, fue tanto el beneplácito de Juan Vicente
Gómez que decidió nombrar a Gallegos senador por el Estado Apure - territorio
de las andanzas y correrías de Doña Bárbara, la Cacica del Arauca - que muy
bien conocía el novelista. Con innato olfato político, Gallegos se sale del
entuerto, huyendo al exterior para alejarse de “una comunidad rudimentaria que
no puede vivir sino a la sombra del jefe”.
Doña Bárbara ha sido
con toda razón vista como una novela costumbrista donde la civilización y la
barbarie están en permanente conflicto y el llano es el escenario ideal para
los personajes que encarnan una, Santos Luzardo y otra, Doña Bárbara. En esta
oportunidad, empero, queremos poner el énfasis en el carácter idiosincrásico de
esta obra en la que se hace palmariamente presente una manera de entender al
país – el de principios del siglo XX y el del XXI, hélas - a sus usanzas
políticas, a sus prácticas sociales. Excelente es el ojo analítico del
novelista para transmitir la triste realidad de pueblos y gentes de la
Venezuela recóndita.
En lo concerniente a
los olvidados pueblones que ensombrecen el paisaje venezolano, Gallegos
describe: “Escombros entre matorrales, vestigios de una antigua población
próspera; ranchos de palma y barro esparcidos por la sabana; otros; más allá,
alineados a orillas de una calle sin aceras y sembrada de baches; una plaza,
campo de yerbajos rastreros a la sombra de tiñosos samanes centenarios; a un
costado de ella, la fábrica inconclusa – que más parecía ruina – de un templo
que habría sido demasiado grande para la población actual, y finalmente algunas
casas de antigua y sólida construcción, las más de las ellas deshabitadas,
algunas sin dueño conocido; una población cuyas principales familias habían
desaparecido o emigrado (…) esto era el pueblo cabecera del Distrito”. No menos
dramática es la situación de los pobladores que van quedando: “…estos del
pueblo llanero eran tristes, melancólicos, aniquilados por la leucemia
palúdica. Mujiquita, especialmente, era una verdadera lástima: los bigotes, el
cabello, las pupilas, la piel, todo parecía tenerlo empolvado, con aquel polvo
amarillo que alfombraba las calles del pueblo (…) No era desaseo, propiamente;
era pátina, marchitez palúdica y soflama del alcohol”.
El escritor se
adentra en la realidad del latifundio, esa abominable institución que ha
caracterizado a Venezuela desde sus inicios como nación. Latifundio y
terrofagia desvelan un país de terratenientes inmorales que no desperdician
ningún artilugio jurídico para incrementar los límites de sus interminables
haciendas. Los linderos en el llano se mueven de acuerdo con la voluntad del
latifundista, El Miedo de Doña Bárbara crece y crece a expensas de los hatos
aledaños, en especial, con las tierras de Altamira, la cada vez más reducida
hacienda de Luzardo. Doña Bárbara ironiza: “pero si yo no soy tan ambiciosa
como me pintan. Yo me conformo con un pedacito de tierra nada más: el necesario
para estar siempre en el centro de mis posesiones, donde quiera que me
encuentre”.
Porque es que en el
llano impera sólo la “Ley de doña Bárbara”, hecha a su medida de acuerdo con
sus pasiones e intereses. Para hacerla cumplir están los matones a sueldo, los
sicarios oportunos, los círculos armados que acompañan al poder, los
Mondragones, Melquíades El Brujeador. Gallegos recoge esa violenta realidad de
sangre y balas, de machetazos y cicatrices, donde los derechos se defienden con
la fiera ley de la barbarie: la bravura armada.
Comarcas sin justicia
– “porque reclamar derechos no es tan fácil como aparece en los libros” - en las que además, por si no fuera poco, se
confunde el poder civil con el militar. Ño Pernalete, es el vivo retrato de esa
manera de gobernar que aún debemos soportar los venezolanos, esta perniciosa
alianza cívico - militar: “Se parecía a casi todos los de su oficio, como un
toro a otro del mismo pelo, pues no poseía ni más ni menos que lo necesario
para ser Jefe Civil de pueblos como aquél: una ignorancia absoluta, un
temperamento despótico y un grado adquirido de correrías militares”, lo que
llevó a Ño Pernalete, el Coronel de utilería, a estallar en cólera:
“¡Esto no se queda
así! Alguno va a pagar la altanería del doctorcito ese. ¿Venir a hablarme a mí
de leyes!”
Gallegos denuncia el
maridaje perpetuo existente en Venezuela entre el poder político y el
económico, entre los enchufados. Doña Bárbara es intocable, a su casa no
llegan circulares gubernamentales, ni
citaciones judiciales, ni avisos oficiales de ningún cuño. De ser el caso, todo
será amañado, negociado, cambiado según el interés de la Doña, a fuerza de
dinero, regalos y agasajos, porque ninguna ley es más poderosa que la voluntad
del potentado.
El novelista subraya
también la ausencia de iniciativa económica del venezolano, la enfermedad
holandesa que lo carcome, el rentismo que se anidó para siempre en la
conciencia ciudadana: “Duro es decirlo, pero el llanero no ha hecho nada para
mejorar su industria. Su ideal es convertir en oro todo el dinero que le caiga
en las manos, meterlo en una múcura y esconderlo bajo tierra: Así hicieron mis
antepasados y así haré yo también, porque esta tierra es un mollejón que le
embota el filo a la voluntad más templada”.
Sin embargo, el gran
tema que plantea Gallegos en Doña Bárbara es el del caciquismo, el del
caudillaje permanentemente anclado en nuestra idiosincrasia, en nuestro
imaginario: esa imperiosa necesidad de contar con seres indispensables que todo
lo saben y todo lo pueden. Santos Luzardo tiene plena conciencia de que su
lucha civilizadora es contra las aspiraciones del Hegemón, contra el HíperLíder
del llano, contra el Caudillo de turno, contra el Cacique sacrosanto.
El 6D, las elecciones
parlamentarias venezolanas, le acaban de conferir razón y justicia al Maestro
Gallegos; el pueblo mayoritariamente votó para que los caudillos, los Comandares Eternos no sigan
viviendo y sean un triste recuerdo de una revolución hablachenta e ineficiente.
Enrique
Viloria Vera
viloria.enrique@gmail.com
@EViloriaV
Santiago
de Compostela – España
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