Parece asomarse
lentamente el tiempo de encerrar en la cárcel a algunos corruptos. Sin embargo,
no se vislumbra con claridad, un plan serio, integral y concreto para
desarticular las verdaderas causas de la corrupción.
Es posible que se
estén dando algunos pasos en la dirección adecuada, recorriendo una línea de
progresivos avances. Es necesario que los que se apropiaron del dinero de la
gente no queden impunes. Si todo esto ocurre finalmente, será una excelente
señal para el presente y el futuro del país.
Aun no se sabe si lo
que viene aconteciendo es parte de una venganza organizada desde la corporación
judicial, una meditada decisión política o solo un ataque espasmódico de
moralina ventajista. El resultado final puede ser igualmente muy positivo, con
independencia de las motivaciones que han llevado a este repentino despertar
cívico y a esta inusual valentía republicana nacida desde las entrañas de este
cuestionado sistema.
Más allá de las
innegables implicancias favorables de estas noticias que todavía conmueven,
desmontar las profundas raíces de la corrupción doméstica, de esa maquinaria
arraigada por décadas, precisará de muchas otras acciones y no solo de este
mero conjunto de loables intentos aislados.
Esta puede ser una
enorme bisagra en la historia política, sobre todo por su significativo valor
simbólico. De algún modo, desde ahora
mismo se puede hacer bien lo que casi nunca se hizo adecuadamente. Los
corruptos no merecen clemencia alguna. Ellos tampoco la han tenido en ningún
momento y sus remordimientos no aparecieron jamás, ni siquiera ahora.
El inocultable cinismo
que ostentaron varias generaciones de dirigentes políticos es tremendamente
ofensivo para todos. Demuestra una total falta de respeto a los ciudadanos, a
esos mismos a los que se les ha mentido reiteradamente sin sonrojarse y sin
ningún pudor. Sin dudas, esa despreciable actitud amerita, como mínimo, un
castigo moral equivalente.
Para esto no sirve
demasiado el endiosado gradualismo que invita a quedarse a mitad de camino.
Claro que hay que avanzar caso por caso y continuar por ese sendero, pero
importa mucho hacerlo con total determinación y suficiente potencia, para no
caer en la eterna tentación de ocuparse solo de algunos emblemáticos
incidentes, de seleccionarlos con un sentido político y haciendo gala de un
indisimulable oportunismo.
Siempre ha sido una
preocupación la impunidad ante la ley, pero hay que invertir también muchas
energías en conseguir que los corruptos reciban además un contundente rechazo
ciudadano, no solo porque corresponde, sino porque esa es la mayor garantía de
que si la estrategia legal tropieza, no podrán continuar con sus fechorías como
si nada hubiera acaecido.
Esta casta de
inmorales tiene cierto talento para acomodarse a los nuevos escenarios a una
gran velocidad, logrando que buena parte de la sociedad olvide todo lo sucedido
sin pedir explicaciones por ese evidente cambio. El modo eficiente de terminar
con esta patética historia es asegurarse que los corruptos tengan su merecido,
pero que también los "colaboracionistas de siempre", no se escapen de
ciertas normas haciéndose los despistados.
Una importante
cantidad de dirigentes han sido, no solo funcionales por omisión, sino que han
cooperado a cara descubierta con esos mismos a los que hoy les han soltado la
mano, demostrando además, sin disimulo, sus escasos escrúpulos, su cruel
personalidad y su indecencia crónica. .
Los delincuentes que
se quedaron con el fruto del esfuerzo de la gente merecen todo el repudio. Pero
ese premio también debe ser para aquellos otros que además de colaborar con las
andanzas de los malhechores, deambulan por ahí como si nada tuvieran que ver,
como si lo ocurrido no se hubiera logrado también gracias a su imprescindible
complicidad manifiesta.
Esta actitud de
hacerse los distraídos nos los exculpa de nada.
Hicieron lo que hicieron con total convicción. No fueron obligados a
punta de pistola a hacer lo que no deseaban. Recibieron beneficios directos por
sus posturas públicas y contribuyeron enormemente a construir el andamiaje
político de ese perverso poder que fue el instrumento para ejecutar tantas
atrocidades.
Es necesario mirar
hacia adelante y dar vuelta la página de una vez, pero para hacerlo es
indispensable que no se cuelen por los resquicios los secuaces de los forajidos
de la política que aun pululan por ahí y pretenden pasar desapercibidos como si
ellos no fueran parte central del problema.
Las sociedades
siempre evolucionan con los individuos que disponen en un momento determinado y
eso incluye a sus dirigentes. Hay que generar el marco de oportunidad para
arrepentirse genuinamente. Si se cometieron errores bien vale asumirlos a viva
voz, confesar los desaciertos sin eufemismos y comprometerse de un modo
diferente para lo que viene.
Lo que no parece
razonable es intentar que algo cambie con la participación protagónica de los
mismos actores, con gente que no tiene miramiento alguno para delinquir, y que
además exhibe una ausencia de códigos de lealtad con sus ideales y sus amigos,
que los muestra como lo que son.
Un personaje que mira
para otro lado, que ahora descubre mágicamente que, en el pasado, se cometieron
delitos que fueron denunciados hasta el cansancio, que de pronto se sorprende
ante la inmensa nómina de abusos de poder que emergen a diario y las reiteradas
arbitrariedades que han quedado al desnudo, no merece tampoco respeto ciudadano
alguno.
La lucha
permanentemente contra la corrupción es un deber de todos. Encarcelar a los
corruptos también. Pero es necesario además asumir las equivocaciones del
pasado reciente con hidalguía. En ese proceso resulta vital ocuparse de esos
pícaros que intentan hacerse los desentendidos. Para ellos también están las
normas legales, pero si esas reglas no alcanzan para ponerlos en su lugar, será
entonces la sociedad la que tendrá que recurrir a las urnas para que pronto sea
también el turno de los descarados.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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