El ambientalismo es
una disciplina joven de la que cabe esperar evoluciones raudas.
Nació, o por lo menos
dio un gran salto adelante, a comienzos de los años 60 cuando Rachel Carson
publicó Silent Spring (Primavera silenciosa), primero en tres ediciones consecutivas
de The New Yorker y luego en forma de libro. Al primer ambientalismo lo movía
la indignación por el maltrato del medioambiente, lo que desembocó en políticas
puntuales como la prohibición del DDT en la agricultura. La segunda bestia
negra que enardecía a los ecologistas era la energía nuclear, a la que
asociaban con la bomba atómica. Venía el Armagedón. Nos habíamos entregado al
dios del progreso y este pérfido personaje nos llevaba vendados al abismo. La
disciplina nació, pues, indignada y con una vocación micro.
Por una rara
coincidencia, el accidente de Chernóbil, que volvió inhabitable un área de 60
kilómetros a la redonda, mató a 31 personas y causó daño a miles más, ocurrió
en simultánea con el descubrimiento del calentamiento global, un problema
ambiental que afecta a la totalidad del planeta. Nadie tenía en ese momento la
menor idea de la escala del problema, de modo que fue necesario pasar al
análisis macro. Las primeras proyecciones, hechas a regañadientes, fueron
apocalípticas y demostraron estar descachadas. Para dar un solo ejemplo, Al
Gore predijo en 2007 que para 2014 habría desaparecido casi todo el hielo
polar, el cual sigue ahí. Por un tiempo, los errores de bulto desacreditaron al
movimiento, pero ahora los análisis se han vuelto más rigurosos y ya no cabe
ninguna duda que la salud del planeta está en verdadero peligro.
El ambientalismo
tradicional decantó una serie de paradigmas que rigen sus reacciones. Según
ellos, se supone que: 1) El consumo de recursos no renovables va a un ritmo
insostenible. Casi todos se agotarán pronto. 2) El crecimiento económico es
perjudicial para el planeta y, por ende, debe restringirse o detenerse. 3) Las
ciudades son el cáncer del medioambiente. Hay que limitar su crecimiento y, en
lo posible, regresar al campo. 4) Es preferible la agricultura artesanal y
orgánica, cercana a los centros de consumo, en vez hacer peligrosos
experimentos agroindustriales con OGM. 5) El uso de la naturaleza debe ser
sostenible. Los biocombustibles, en particular, son benéficos. 6) Es
conveniente imitar los usos de las sociedades primitivas, considerados
preferibles a los modernos.
Esta suma de
paradigmas que parecía tan pulcra —aunque aterradora— a nivel micro empezó, sin
embargo, a mostrar dramáticas limitaciones a nivel macro. Para seguir con el
orden: 1) El consumo de muchos recursos no renovables ha disminuido su ritmo de
crecimiento. Tan solo la demanda de energía mantiene el suyo. 2) Sin
crecimiento económico, un país pobre no tiene cómo salir de la pobreza. 3) En
las ciudades bajan el crecimiento demográfico y el consumo de energía per
cápita, dos variables claves. 4) Alimentar a la creciente población del planeta
con una agricultura artesanal y orgánica acabaría con la mayoría de los bosques
primarios que aún existen. 5) Producir una cantidad apreciable de la energía
global con biocombustibles también arrasaría con cientos de millones de
hectáreas de bosques. 6) Un estudio más detallado muestra que muchas sociedades
primitivas eran ambientalmente destructivas.
Por todo lo anterior,
están surgiendo nuevos paradigmas ambientales, tema para la siguiente columna.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
Colombia
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