PIDO
LA PALABRA
La
dignidad del venezolano se transformó en el mejor escudo con el cual hace
posible resistir los embates de una violencia desalmada, de una tiranía
obscena, de la desvergüenza hecha gobierno.
Pareciera
que el concepto de dignidad, poco ha sido atendido al momento de escribirse
leyes que exaltan libertades y derechos humanos. Lo que se tiene en Venezuela,
por ejemplo, se ha hecho de manera tan abstracta que a la hora de aplicarse las
mismas, quienes administran y ordenan justicia, olvidan atender el respeto a la
necesidad de discernimiento como principio de autonomía de vida. Tan
cuestionable omisión, ha sido razón de problemas cuya profundidad ha permitido
la degradación de valores morales, muchas veces, precariamente advertidos.
Tanto, que el ejercicio de la política en contextos de obsolescencia y
obcecación, ha desplazado la dignidad para que su lugar sea ocupado por
intereses movilizados desde la codicia, la desvergüenza y la indolencia.
Es
obvio admitir que la praxis política, se vea sometida a importunos cambios
fácticos. Cambios estos que además de direccionar procesos dirigidos a
enfrentar problemas relacionados con la incertidumbre, coadyuvan a enrarecerlos
y encarecerlos. Sobre todo cuando lidiar con la incertidumbre mal definida,
conduce a entrabar la gobernabilidad. Inclusive, desde los esfuerzos que pueden
lograrse a través de los recursos de la planificación.
Pero
de ahí, a permitir que contravalores dificulten comprender la dignidad como
valor interior y soberano que tiene todo ser humano, indistintamente de su
situación económica, social o cultural, tanto como de sus creencias o
pensamientos, es un aberración que atenta contra la condición democrática de la
cual se precian hoy día importantes sistemas políticos nacionales.
La
dignidad comienza en el mismo punto donde se erige el respeto, por cuanto es
significación del alcance de las libertades de las cuales goza el hombre en
virtud de las posibilidades que es capaz de construirse en medio de las
realidades que enfrenta y de los problemas que desafía y sabe superar. Por eso
puede asentirse que la dignidad es un valor político. Está tan consustanciada
con la política, que las dignidad no se conjuga en plural. Ni tampoco, es lugar
común de corrientes colectivas o espacios de conjuradas afirmaciones que
terminan sin nada que proponer.
La
crisis del Estado venezolano, adosada a una estructura social y económica
carcomida por un proceso histórico colmado de distorsiones apuntaladas por la
futilidad que revistió el modelo político empleado para gobernar al país en el
siglo XXI, no tuvo la precisión moral ni ética para considerar la dignidad del
venezolano como razón para apalancar el desarrollo nacional en todas sus
manifestaciones.
Mejor
demostración del tamaño del yerro cometido, ha sido la vigente gestión
gubernamental. Particularmente, en el curso de los años contados a partir de
diciembre de 2007, fecha ésta cuando el régimen empieza a mostrar, con su
pretendida “Reforma Constitucional”, sus ídolos de yeso soportados sobre pies
de barro. O sea, a revelar su verdadera desnudez. A desprenderse de la careta
con la que emulaba ser un “Estado democrático y social de Derecho y de
Justicia”.
Fue
momento para iniciar su debut como “dictadura” cuyos efectos eran encubiertos
con la excusa de procesos electorales, amañados por un Consejo nacional
Electoral cómplice, y realizados a razón de uno por año, aproximadamente. Esas
prácticas políticas, incitaron todo un mundo de oscuridad lo que fue
permitiendo solapar perversidades e ilegalidades amparadas por la impunidad de
un régimen que vino fraguando un estilo de Estado “forajido”. El apetito de
poder fue estimulándose cada vez más, toda vez que la codicia del empedernido
dictador se hizo directamente proporcional a los recursos provenientes de los
jugosos ingresos petroleros que caracterizaron el comportamiento del
correspondiente mercado que signó el primer decenio del siglo XXI.
Los
tiempos que siguieron fueron desventajosos. La popularidad del gobernante
comienza a declinar por cuanto el populismo forjado a través del indefinido
socialismo, se utilizó a manera de burdo pretexto para expoliar los factores de
producción de los cuales se valía Venezuela para sostenerse en medio de la
debacle que comenzaba a pulular. Así fue, luego que los ingresos de la renta
petrolera, igualmente, se vieron contraídos al extremo que afectó la tendencia,
ya débil, de la productividad venezolana.
A
la par de tan obstruidas condiciones, el régimen siguió dejando al arbitrio de
las circunstancias, la noción de dignidad. Nunca entendió lo que asintió la
Constitución de 1999 cuando su artículo 3, fuera redactado en pos de tan noble
referente. Describe este precepto que “el Estado tiene como fines esenciales la
defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a la dignidad” Y aun cuando
dicha consideración puede resonar en la espiritualidad del venezolano, el
constituyente olvidó recalcar su importancia. Tanto así que dicho valor, si
bien es referido siete veces más, se hace a desdén de meritorias implicaciones
que darían cuenta de su esencia y trascendencia. Sus alusiones, comprometen
mezquinamente el deber del Estado a cumplir obligaciones más por el interés
político de exaltar la gestión de gobierno en curso, que por la necesidad de
exhortar su sentido como valor ciudadano.
Pero
a pesar de que para el régimen la dignidad que alude el texto constitucional
suena a cumplidos exentos de la estimación necesaria, para venezolanos de
convicciones democráticas la dignidad ha sido la fuerza que ha animado las esperanzas
a partir de las cuales enarbola los sentimientos de libertad sobre los que
descansa su espíritu luchador y perseverante. Por eso el venezolano demócrata,
decidió afrontar las impudicias de un régimen amilanado y pusilánime, en la
calle. Decidió demostrar que su dignidad es el bastión de la moral que
precederá y presidirá los cambios políticos por venir. Porque para estos
venezolanos que, con arrojo han soportado la pestilencia que destilan estos
gobernantes de verbo impropio, y embarrados de excrementos del diablo, su
dignidad se convirtió en la conciencia de su existencia, en el paroxismo de la
vida.
En
medio del caos sembrado por un régimen anulado por su misma opacidad, la
dignidad del venezolano se transformó en el mejor escudo con el cual hace
posible resistir los embates de una violencia desalmada, de una tiranía
obscena, de la desvergüenza hecha gobierno. Por tantas razones juntas, es
fundamental significar que para defenestrar tanto impudor con altaneras ínfulas
de gobernante socarrón, es ineludible e inminente actuar en lo sucesivo con
sentido nacionalista e institucional profundamente apegado a postulados de la
pedagogía de la dignidad.
Cuando
no existe distancia entre el deber y el poder, se pierde la capacidad de
detectar y otear cualquier peligro que amenace la socialización como principio
de libertad y autonomía.
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Merida - Venezuela
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