AL PRECIO QUE SEA
Habría
dicho: “¿Pero es que estos gilipollas pretenden desobedecerme, siendo que soy
el representante de Su Majestad, aunque su Alteza Serenísima ande huyendo de
Pepe Botella? ¿Debo ir a la Catedral y estos orilleros van a seguir con la
vaina de exigirme atravesar la Plaza Mayor para oírles sus quejas? Hoy –he de
deciros– los noto más envalentonados que otros días, será que están pensando
en… No; imposible. Siquiera imaginarlo me parece pecado”.
Pero
el bueno de Vicente, mientras cavilaba, era llevado no digamos que a empujones,
pero sí “ayudaíto” con una que otra remolcada por la casaca. “Pero, eh, bueno,
basta, que voy, que voy…”, habría dicho a Francisco Salias y otros que le vieron
el rostro espantado, los dientes crujientes y la búsqueda con la mirada al
capitán de milicias que estaba como silbandito, en la esquina de la Casa
Amarilla, haciéndose el desentendido. Subió las escaleras, se asomó a la
multitud que le parecía más furiosa que nunca, y le preguntó al cura que andaba
por allí: “Su Eminencia, ¿acaso sabéis en qué idiotez andan estos mantuanos y
blancos de orilla?”. Madariaga le contestó que solo pensaba que era la euforia
mística que provoca el Jueves Santo. Confiado, el Vicentín ofrece que renuncia
si eso es lo que quieren, y el curita trabucaire –como camorrista de pueblo–
alienta a la multitud para que le acepten la parada. El capitán general se da
cuenta de que lo mejor es escurrirse del trance y se lanza de chupulún en la
historia: “Yo tampoco quiero mando”.
Nicolás
no conoce la historia pero es un actor fundamental de ella en este tiempo, pero
¿por qué prefiere hundirse en la más abyecta represión para mantenerse en el
poder? Se podría decir que es por ideología, pero sabemos que esta naufragó en
los endulces de Miraflores, y que lo que queda después de quitarle los
terciopelos y resplandores al cetro del poder es el mazo de acero para partirle
la cabeza a quien no entienda que tú, Nicolás, quieres permanecer allí al precio
que sea.
Es
que se te nota en tus modos y maneras de referirte al prójimo. Lo del amor y la
paz en tu boca suenan como palabra sin eco, vacío; al minuto siguiente sacas a
unos pobres muchachos con unas “confesiones” en las que lo único que confiesan es
el terror que sienten por ti y tus G2; luego te burlas del sufrimiento ajeno.
Todo por permanecer comiendo de la inmerecida batea de chicharrón que te regaló
Chávez.
Si
el “pooeblo” como lo llamas, no quiere tu mando, tú tampoco lo has de querer.
Dale
que no vienen carros.
Carlos Blanco G.
@carlosblancog
www.tiempodepalabra.com
El Nacional
Caracas - Venezuela
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