Señor Henry Ramos,
Presidente de la Asamblea Nacional; Señoras Diputadas, Señores Diputados;
amigas y amigos:
Quiero agradecer a
cada uno de ustedes, y a través de ustedes al pueblo de Venezuela, por la
invitación para hablarles esta mañana. Quien ha escogido la senda de la
política, aprende muy pronto que su oficio le ofrecerá pocas oportunidades para
la osadía, y que la práctica cotidiana de la función pública es modesta en sus
alcances y también en sus efectos. Y, sin embargo, hay ocasiones en que las
fuerzas convergen de forma decisiva, y una clase política se ve a sí misma
sosteniendo el hilo del destino entre los dedos. Hay coyunturas en que no es
hipérbole decir que un grupo de representantes tiene, si no la capacidad de
operar milagros, sí la responsabilidad de evitar catástrofes. Esa es la
condición de esta Asamblea Nacional. Ese es el sagrado mandato que ha recibido,
en las urnas, cada uno de ustedes: la labor de evitar un daño mayor al pueblo
venezolano.
Es cínico pretender
ocultar la realidad. Es cínico dar explicaciones implausibles a las madres que
apenas tienen alimento para sus hijos, a los hospitales que carecen de
medicinas para sus pacientes, a los comercios que operan en los intervalos
entre apagones eléctricos y racionamientos de agua. Es cínico hablar de
conspiración internacional, de guerra económica, de inflación inducida, de
sabotaje del sector privado, a quienes han sido testigos de primera mano de los
errores y los abusos cometidos por las propias autoridades, y de los excesos en
la implementación a ultranza de un modelo que ha fracasado en todas partes. No
puede un gobierno decirle a su pueblo “no confíes en lo que ves, sino en lo que
te digo”, porque nadie tolera que le obliguen a engañarse a sí mismo. Ninguna
campaña de opinión pública, por más orwelliana, logrará ganarle la carrera a la
evidencia.
Partamos, entonces,
de la más elemental honestidad: Venezuela atraviesa actualmente una emergencia
humanitaria que es consecuencia directa de políticas públicas equivocadas; de
una estructura endógena en donde la riqueza se ha esfumado entre la ocurrencia,
la corrupción y la ineficiencia. Concurren en este escenario tres crisis
paralelas y mutuamente reforzadas: una crisis económica, una crisis social y
una crisis institucional. Empiezo por la crisis económica, que en este momento
ejerce mayor presión sobre las condiciones de vida de los venezolanos.
Dos cosas resultan
evidentes: primero, que no es posible salir de esta crisis profundizando el
modelo económico actual, sino abandonándolo. Y segundo, que ese golpe de timón
implicará una difícil transición para todos los venezolanos, en particular para
los sectores más débiles de la sociedad. El tiempo apremia. Cada día que pasa se
hace más oneroso el ajuste y más lenta la recuperación. Es inútil invocar el
pasado y preservar al statu quo. Prolongar la situación actual es, en el mejor
de los casos, empujar una utopía fenecida, y, en el peor, aferrarse al poder
por el poder, y proteger canonjías a costa del bienestar de millones de
ciudadanos. Venezuela no puede esperar meses, ni siquiera semanas, para
corregir las profundas distorsiones en los precios, las distintas tasas de
cambio que enriquecen a unos pocos empobrecen a la mayoría, las subvenciones
irracionales, y en particular las limitaciones al derecho a la propiedad y al
ejercicio de la actividad económica. Es urgente devolverle al sector privado la
seguridad jurídica y la confianza necesaria para inyectar recursos en el país y
generar empleos. Venezuela únicamente logrará salir del marasmo mediante la
labor conjunta del sector público y el sector privado, una labor que permita
aumentar la inversión, diversificar la economía y abandonar esa condena
disfrazada de bendición que es disponer de la mayor reserva de petróleo sobre
la Tierra. La recuperación requerirá también de la asistencia de los organismos
financieros internacionales.
El chavismo pudo
satanizar el financiamiento externo durante el tiempo en el que la factura
petrolera sufragó la cuenta de apasionadas proclamas de soberanía. Esa cuenta
está hoy sobregirada. No hay soberanía en las filas de anaqueles vacíos en los
supermercados, en la zozobra de los diabéticos sin insulina, en la desesperanza
de quienes han visto evaporarse, con la inflación delirante, los ahorros de
toda una vida. No hay soberanía en el drama de un pueblo cuya verdadera suerte
se juega en el mercado negro. Negociar con los organismos internacionales no
es, pues, una renuncia al compromiso con la justicia social. Por el contrario,
es la única forma de preservar ese compromiso. Lo que queda del sueño chavista,
el sueño de una sociedad más solidaria y más equitativa, demanda un baño de
realidad, la valentía de admitir errores y la voluntad de negociar un nuevo
rumbo para la economía. Si la prioridad del programa de ajuste debe ser, en lo
económico, generar confianza, en lo social debe enfocarse en proteger a los
sectores más débiles de la población. Esto me lleva a la segunda crisis que he
mencionado: el severo deterioro social que ha venido experimentando Venezuela,
en forma de aumento de la pobreza y de la delincuencia.
Si en algún momento
la revolución bolivariana se justificó por sus intenciones, hoy es menester
juzgarla por sus resultados. Una mayoría 4 de este país vive en condiciones que
no pueden calificarse como dignas. A la escasez y la necesidad, se suma el
temor y la desconfianza, fuerzas que carcomen el tejido social. No es posible
ufanarse de promover una agenda progresista y hacerse de la vista gorda ante el
hecho de que Caracas se ha convertido en la ciudad más peligrosa del mundo, ¿o
es que eso también se explica por una conspiración internacional? Algunas de
estas tendencias tardarán años en revertirse, pero su atención no puede
posponerse: por más difícil que sea, el proceso de ajuste debe, al mismo
tiempo, rescatar la economía y prevenir un descalabro social aún mayor,
mediante redes de asistencia que se encuentran ya instaladas, aunque deben
fortalecerse y despolitizarse.
Dentro de la crisis social
quiero también incluir la dolorosa polarización que actualmente exhibe la
población venezolana, atizada en muchos casos desde las cúpulas del poder. Un
mejor futuro para Venezuela no está en la exterminación política de unos por
otros, ni en la supresión de un movimiento o una agrupación, cualquiera que
sea. Un mejor futuro para Venezuela está en la reconciliación, la tolerancia y
la disposición de trabajar conjuntamente por el progreso de un pueblo que no
necesita añadirle, a la carestía, el conflicto social. El primer signo de esa
reconciliación es, y debe ser, la liberación de todos los presos políticos, que
tramita esta Asamblea Nacional bajo el proyecto de ley de amnistía. Esta es una
señal obligatoria de parte de un régimen cuyo record democrático ha transitado
de cuestionable a deshonroso.
Cada líder de la
oposición que se encuentra en prisión, en arresto domiciliario, o en juicio por
causas espurias, es una prueba indiscutible de autoritarismo, y una afrenta que
aísla más y más al gobierno de Nicolás Maduro. Lo digo sin exagerar: de la
libertad de los presos políticos depende que Venezuela pueda volver a ser
reconocida como una democracia que respeta los derechos humanos. Y de
democracia se trata. La crisis institucional es la más insidiosa de todas,
porque subvierte los mecanismos por los cuales puede atenderse la crisis
económica y la crisis social. La desaparición de los límites que separan a los
poderes del Estado, el creciente control militar sobre las funciones civiles,
la flagrante falta de independencia de los órganos contralores y supervisores,
la interpretación complaciente de la legislación, los límites a la libertad de
prensa, la persecución a la oposición, han permitido que el modelo se perpetúe
más allá de su agotamiento. El sistema de pesos y contrapesos existe no solo
para prevenir los abusos y respetar las libertades, sino también para
garantizar un buen gobierno. Un régimen que concentra el poder no puede decir
que le sirve al pueblo porque remueve, por ese acto, el control de calidad de
la gestión pública.
Servirle al pueblo es someterse a su
escrutinio, es ser interpelado y rendir cuentas. La transparencia no tiene
signo político. Ser transparente es de demócratas, de la izquierda o de la
derecha. Revertir la concentración del poder que durante años ha venido
operando en Venezuela es un requisito sine qua non para la recuperación. Para
combatir la delincuencia, se requieren fuerzas de seguridad al servicio de la
ley y no de alguna tendencia política. Para generar certeza jurídica, se
requiere un sistema de administración de justicia absolutamente independiente.
Para que la población pueda premiar o castigar, con su voto, el desempeño de
las autoridades electas, se requiere de una institucionalidad electoral
objetiva y apartidista. Y, sobre todo, para garantizar una verdadera
representación de todas las voces de la sociedad, se requiere de una Asamblea
Legislativa enérgica y capaz de llamar a cuentas al Ejecutivo.
Se avecinan
discusiones en extremo delicadas. Desde mi experiencia en la negociación de los
acuerdos de paz en Centroamérica, quisiera advertir sobre el altísimo costo que
tendría sumirse en una guerra de trincheras. El pueblo venezolano ha demandado
un cambio. El contenido de ese cambio implica una negociación en donde ambos
bandos hagan concesiones. Para el gobierno, esto puede implicar incluso el
término anticipado de su mandato, según los mecanismos previstos en la propia
Constitución Política. Pase lo que pase, hay que recordar que el test de un
líder que ama a su pueblo es amarlo por encima del poder. Lo peor en este
momento es aferrarse en extremo a las posturas, bombardear de antemano
cualquier puente y bloquear las avenidas. Eso entrañaría un tormento adicional
para un país que requiere, hoy más que nunca, de política de altura.
La principal
responsabilidad de cada líder y de cada representante venezolano es prevenir el
colapso. Se requieren estadistas que se sienten a la mesa, y no caudillos que
golpeen la mesa. El diálogo hace milagros. Cruentas guerras civiles, espantosos
conflictos armados, luchas descarnadas entre enemigos mortales se han resuelto
con el arma suprema de la inteligencia humana: la palabra. ¿Qué no es posible
entonces en Venezuela?
Amigas y amigos:
Nuevamente les digo: ustedes sostienen el hilo del destino entre los dedos.
Esto es más grande que cualquier aspiración personal, más importante que
cualquier proyecto político, más trascendente que cualquier ideología o dogma.
Esto es la supervivencia de personas concretas, de millones de venezolanos que merecen
que sus gobernantes tengan la capacidad de transigir y pactar.
En este momento hay
niños naciendo en Caracas y en Maracaibo. Hay niños naciendo en Mérida y en
Valencia. ¿Qué tipo de vida les espera?
Durante casi dos décadas, este país siguió un espejismo a través del
desierto. Hoy ha dejado de llover maná del cielo. Y, sin embargo, el chavismo
insiste en señalar en la dirección del delirio y la entelequia. Nunca como
ahora es necesario encontrar la senda entre la arena.
El 6 de diciembre
pasado el pueblo de Venezuela exigió un cambio profundo en el rumbo del país.
Solo le pido a cada uno de ustedes, y a todos los que ocupan cargos de decisión
pública en este país, que no le paguen al pueblo con sordera. Yo no dudo que
vendrán días mejores para Venezuela. No dudo que este pueblo, doblado de
angustia y desazón, resurgirá de la mano de quien asuma la tarea de emprender
las reformas, aunque duelan. No dudo que Venezuela volverá a ser próspera y
segura y unida y plena, y que una vez más cantará en el Arauca vibrador,
hermana de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol. Muchas gracias.
Enviado a nuestros
correos por
Fernando Mires
mires.fernando5@gmail.com
@FernandoMiresOl
@FernandoMires1
Alemania
Este diacurso debe ser reflexion para todos ante la urgencia de los cambios y las consecuencias de su tardanza
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