El muy
juicioso escritor mexicano, Enrique Krauze, crítico actualizado sin dependencia
ideológica, analizó la más vieja y prolongada de las revoluciones de
Iberoamérica: la Revolución Mexicana, de 1910,
e introdujo en el debate político del país frontera con el desarrollo,
la discusión acerca de la manera cómo en América interpretamos nuestra
independencia del imperio español, siguiendo el curso cultural de la
organización política dominante en la Metrópoli colonial. Es el análisis del
“presidencialismo”, contenido en el libro “El Presidente Imperial”. Desde
luego, el pensamiento de Krauze se ubica, estrictamente, en el siglo XX
mexicano y profundiza en el fenómeno político que liberó a México de la
dictadura de “Don Porfirio” (el general Porfirio Díaz, sucesor de Benito
Juárez, quien prolongó su caprichoso mandato más allá del siglo anterior,
durante 28 años) acción que impuso una primera democracia incompleta, bajo el
tutelaje providencial de un microempresario, prestado a la política, Francisco
I. Madero, célebre por su slogan: “sufragio efectivo; no reelección” y quien
fue el primer presidente de la Revolución Mexicana.
Krauze nos
invita, a quienes, por lo menos, somos curiosos de la historia, a considerar,
al día de hoy, las ventajas y desventajas del sistema presidencialista, el
cual, prácticamente, nació con la Constitución de los Estados Unidos de
América, en 1787, diez años después de iniciada su independencia del Reino
Unido de Gran Bretaña, donde siempre prevaleció, más bien, el régimen
parlamentario, otorgando al rey la misión de ser jefe del Estado, pero
designando, como jefe de Gobierno, a un primer Ministro, como administrador
nacional de los bienes y asuntos del país, en representación de la voluntad
soberana condensada en los parlamentarios, hoy ungidos por el voto popular. La
diferencia entre USA y los países iberoamericanos, quienes asumieron,
presurosos, al independizarse, el modelo presidencialista, estriba en una
cuestión más bien de índole moral y cultural que propiamente política, dado que
nosotros, los iberoamericanos, probablemente por hablar y sentir en el idioma y
la conducta clásica de los españoles, hicimos del presidente un pseudo monarca
absoluto, dando al Poder Ejecutivo una autoridad que en muchos casos dio al
traste con las facultades del legislativo, siempre el mejor representante de la
voluntad popular.
En Venezuela, específicamente, el presidente siempre ha sido, aún en los regímenes democráticos, el centro de todo el Poder de la Nación. Escogido por las circunstancias o electos por el pueblo, la mayoría de los presidentes que registra nuestra historia, han tendido a ser autócratas, caudillos absolutos, generalmente recordados por la violencia de sus abusos. Comenzando por el general José Antonio Páez, saltando hacia “los Monagas” (José Tadeo, José Gregorio y José Ruperto), continuando con Guzmán Blanco, hasta llegar, en pleno Siglo XX, a la dictadura sanguinaria de Juan Vicente Gómez, nuestros presidentes fueron todo lo contrario de lo que a su vez fueron, en USA, George Washington, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln. En los últimos tiempos, pese a ya conocer los perfiles de la democracia moderna, tuvimos que padecer el despotismo del general Marcos Pérez Jiménez y la perversa astucia del teniente coronel Hugo Chávez, caso único de artero embaucador popular.
A pesar de
su definida cualidad democrática, no podemos dejar de entender que, así mismo,
Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, dieron igualmente
demostraciones de autocrático absolutismo, cuando, en el ejercicio de sus
funciones presidenciales, desbordaron por completo los límites de su génesis
política, actuando más de una vez al margen de la voluntad de sus electores. Y
aun cuando siempre entendimos las razones que los obligaron a ser un tanto
arbitrarios, no dejamos de considerar que sus acciones pudieron haber sido
mejor consensuadas y democráticas, si hubiesen sido más bien representantes de
un parlamento, expresión contundente de lo que en realidad significa la
soberanía popular, fundamento de la democracia.
Los
parlamentos recogen, en su seno, la variedad de la opinión nacional, en cuanto
sus integrantes son escogidos por las diferentes comunidades de una misma
Nación, muchas de ellas con intereses y necesidades diferentes y prioritarias
sobre lo que llamamos el interés común de la soberanía. Son la mejor y más
calificada expresión de la voluntad popular. Todas las ideas y propuestas son
allí suficientemente debatidas y sus decisiones finales, por supuesto, siempre
están enriquecidas de la mayor legitimidad posible.
El
presidencialismo no ha sido afortunado con Venezuela. Lo ha llevado a horas de
indescriptible tormento, fundamentalmente por la incapacidad de los titulares
de la presidencia, ejecutivos del presidencialismo. El momento actual es
típico. Una crisis de insondable profundidad, generada por dos presidentes
“presidencialistas” en la era de los más altos precios históricos de nuestro
máximo producto de exportación, el petróleo. Dilapidaron, sin control, una
cuantiosísima fortuna y en nombre del “pueblo”, acabaron con el país. Y lo
hicieron, abiertamente, sin tapujos. Se reservaron para sí el equivalente al
50% de los ingresos petroleros, dándole al menguado parlamento comprometido con
el Ejecutivo, el oro restante para la confección de los inconsecuentes
presupuestos nacionales.
Independientemente
de que ya se están dando las condiciones para salir de esta embarazosa y
absurda situación gubernamental, no queremos dejar de llamar la atención sobre
el peligro intrínseco del presidencialismo, si otro presidente
“presidencialista” es quien sustituya al presente. Y llamamos la atención a los
Estados, a sus factores de Poder, a sus dirigentes políticos, a sus estudiantes
y trabajadores organizados, a sus mujeres y a sus hombres jefes de familia,
para que piensen en una solución diferente al registro histórico gubernamental
en Venezuela. Para que piensen en un “parlamentarismo”, en una Democracia
Parlamentaria, donde la clave de su constitución sea la plena autonomía
política y fiscal de sus comunidades regionales, para que se acabe el “reino de
los abusos”, ubicado en un solo espacio comprimido de su vasta geografía y el
país entero, por el esfuerzo de cada grupo circunscrito en cada Estado, le
entre de lleno al desarrollo y dejemos atrás el espectro de la pobreza,
probablemente más generado por nuestro equivocado modelo de gobierno,
presidencialista, centrista, autoritario y déspota, que por las carencia
atribuibles a la nobleza de nuestro pueblo.
Rafael Grooscors
grooscors81@gmail.com
@grooscorscaball
Miranda - Venezuela
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