UNA REPÚBLICA PERDIDA
Existe una finalidad eminente de la política: atenuar la brecha entre
las imperfecciones y distorsiones en las que suele incurrir toda gestión
pública y lo que la Constitución establece como deberes ineludibles de quienes
llevan a cabo esa gestión. Cuando tal cosa no sucede la política se convierte
en síntoma de los mismos males que tendría que combatir. Muy lejos de
entenderlo así, está Nicolás Maduro, reacio a infundir al Estado su función
equilibradora, encerrado como vive en la hostilidad y en odio a quienes le hacen oposición a su
desastrosa gestión de gobierno, impide todo acercamiento. Como si gobernar
fuera posible sin cooperación y control mutuo entre los poderes públicos y las
fuerzas representativas.
Dada la gravedad de la situación en que nos encontramos, la disyuntiva
es tan clara como drástica: o nos proponemos a recuperar cuanto antes la
política para la causa constitucional o el efecto disolvente generado por esa
deformación resultará largamente irremontable.
La ley, en Venezuela, se ha convertido en un mandamiento desoído. A
fuerza de verse vulnerada, su palabra ha perdido función rectora. En ello, qué
duda cabe, radica en una de las causas- acaso la esencial- de que los
venezolanos tengamos tan mal desempeño en todas aquellas actividades que se
realizan en función de la República y del bien común.
Repasemos: al cabo de 17 años, la autocracia y militarismo,
indisolublemente unido, ha logrado quebrar el fundamento del Estado de derecho
y profundizado el proceso de decadencia constitucional. Absorbió las facultades
de la Asamblea Nacional, negando así, el derecho de voto de todos los
ciudadanos y las formas democráticas de gestión de la sociedad y del Estado, y
ha subordinado, en altísima medida, la independencia de la justicia a sus
necesidades operativas. Colmó de ese modo las arcas de sus propios intereses y
redujo el alcance de las normas de la República al conjunto de sus demandas
hegemónicas. Ello ha conducido entre
otros aspectos graves, al desmantelamiento de la autonomía e independencia del
poder judicial, y en particular, al aseguramiento del control político por
parte del ejecutivo nacional del Tribunal Supremo y su Sala Constitucional, los
cuales han sido puestos al servicio del autoritarismo, afectando su rol de
garantes de la Constitución y de los derechos humanos
Hoy llevamos en Venezuela una vida paraconstitucional. Ello implica, que
en el país, se han extinguido los controles capaces de impedir y castigar los
abusos del poder político. La impunidad con que opera el desenfreno nos
advierte sobre la empresa restauradora, por no decir ciclópea, que aguarda a la
próxima administración, si se atreve a emprender lo que resulta constitucionalmente
indispensable.
Desbaratar de raíz semejante monto de transgresiones será, pues, la
tarea básica de la oposición, si triunfara en las próximas elecciones
regionales y locales y, las presidenciales en 2018.
Pero esa tarea no será
corta, difícilmente la terminarán quienes la inicien. No hay que subestimar la
magnitud del desastre. Alguien nos habló hace mucho de una República perdida.
Si esa pérdida no se ha consumado, muy cerca se está de que ello ocurra. Hay
que impedir que Venezuela se convierta en una República perdida.
La disyuntiva venezolana es clara: o ahonda el programa populista o
promueve un modelo democrático resuelto a dejar atrás la fragmentación y el
encono sistemático que alienta el oficialismo. Sin transformación política nada
valdrá seguir hablando de economía.
Sixto Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
Miranda - Venezuela
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