Pinchos morunos y
cerveza
A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi
interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y
sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y
estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi
amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra.
Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una
pistola debajo de la almohada. «Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la
espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo
al enemigo».
Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no
necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese
territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es
familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los
turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termopilas. Como se
repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían
la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatolás. Como se
repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al
final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy
negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las
palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia
nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del
corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o
como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano
hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió
el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que
a su dios, no se detienen en general ante nada».
Porque es la Yihad, idiotas
Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo
sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado
allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos
y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y
fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes
a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al
Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultra feministas, tan
sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo
mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos
móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino
en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo
sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en
Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para
destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de
sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que
te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa.
Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha,
ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que
demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era
joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta,
el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta
infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos
bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde;
mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre,
desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala
imagen en YouTube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su
guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia
clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo
desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias
contradicciones socio teológicas. Creer que eso se soluciona negociando o
mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio.
Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es
una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el
frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también
aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo,
aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible,
disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los
bárbaros.
Arturo Pérez-Reverte
@perezreverte
Enviado a nuestros
correos por
Alexis Ortiz
alexisortiz9347@gmail.com
@AlexisOrtizB
Estados Unidos
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