lunes, 14 de marzo de 2016

EGILDO LUJÁN NAVA, UN PAÍS POBRE QUE SE CREYÓ RICO,

Esta es la triste historia de un país tropical de características rurales en sus inicios, y en el que sus habitantes se dedicaban básicamente -y como forma de vida y sustento- a la producción y al comercio agrícola y pecuario. Se distinguió por tener grandes latifundios con muchas personas en la labranza y conucos o pequeños lotes de tierras cultivados por familias campesinas que, en conjunto, formaban pequeños poblados dentro las mismas fincas. Fue, si se quiere, la manera como emergieron pueblos, pequeñas y grandes ciudades.

Ese país fue gobernado por caudillos, falsos mesías, dictadores y autócratas populistas que siempre se dedicaron a mantener el poder con engañosas promesas, por la fuerza, hasta que surgían montoneras o golpes de estado que provocaban la muerte del patriarca, o el final de sus subjetivos períodos de mando.

Un buen día, la mano providencial se posó sobre él y, de la noche a la mañana, terminó convirtiéndose en un consumado productor petrolero, que devino en cuantiosos ingresos, pero también en la aparición de un proceso que desfiguró la convivencia de su gente, y la propia composición orgánica de esos residentes.

Desde el principio, los gobernantes y los “favoritos” de cada gobierno se apoderaron del manejo del negocio, impidiéndole –o restringiendo- la participación ciudadana. Fue una alianza siniestra y perniciosa que se dedicó a usufructuar esos enormes recursos, a partir del diseño de falsos esquemas de desarrollo, como de todo el basamento operativo nacional. En fin, alcanzar el propósito de siempre: que todo dependiera del Gobierno de turno y de los ingresos provenientes del negocio petrolero, apelando al funcional concepto del cacareo sistemático de que todo se hacía en beneficio del pueblo y para beneficio del pueblo, aun cuando a él luego se le mantuviera con pan y circo

No obstante, con lentitud y esfuerzo, ese país comenzó a registrar un proceso de transformación y modernización. En parte, por el efecto inercial de los recursos; también por la conjunción emprendedora de nativos e inmigrantes que hicieron posible el nacimiento de un conglomerado empresarial privado. Se trató de un grupo que  fue creciendo con muchas dificultades, y haciéndose sentir con perseverancia, a la vez que reclamaba independencia y libertad para actuar y crecer.

Transcurrido el tiempo, repentinamente, y en forma inesperada –aunque sí predecible- el precio del petróleo subió y subió. Y se produjo un cúmulo de ingresos, una borrachera conceptual y una pasión desenfrenada por el gasto incontrolable, el despilfarro, los negocios turbios, y una dedicación criminal al enriqueciendo de individualidades gobernantes, familiares y amigos.

Tanto fue el ingreso que hizo posible el derrame de migajas desde las mesas donde se finiquitaban los negociados, hasta salpicar a una población ansiosa de beneficios provenientes de aquello que consideraba suyo, a partir del manipulado mensaje de que “todos somos pueblo, y, entonces, todos tenemos derecho a ser ricos”.

En el medio de una distorsionada visión de lo rico y de la riqueza, se inició la danza del descuido y del derroche. Nadie pensó en que ese baile jamás podía ser eterno. Y el Gobierno de turno, irresponsablemente, tampoco se ocupó de asociar riqueza nacional con el futuro. Actuó como vecino pobre que se gana el gordo de la lotería, y con gritos y jactancias, comenzó a repartir dinero, mientras hacía alardes groseramente de ser el poseedor de una riqueza -impropia, por supuesto- a la vez que desestimaba la condición de lo efímera de la misma.

El país terminó convirtiéndose en botín. Y el ejercicio del poder en la justificación para hacerse del mismo sin escrúpulo alguno. De hecho, ese mismo país pasó a ser un espacio descuidado, como también los productores locales y el proceso industrial. Y esa presunta desatención, además, terminó convirtiéndose en la excusa para el ejercicio ilegal de  expropiaciones, incautaciones  y el amedrentamiento. Literalmente, se hizo   desaparecer el derecho de propiedad alrededor de todo espacio productivo que no fuera tutelado y controlado desde las entrañas mismas del Gobierno. En tanto que cada productor, procesador y comercializador de bienes tangibles, como los expendedores de bienes intangibles, pasaron a ser llamados explotadores y enemigos del pueblo.

Sencillamente, se actuó obedeciendo a la creencia de que con los cuantiosos y providenciales ingresos provenientes del negocio petrolero, sí se podrían cubrir todas las necesidades del país, importando lo que hiciera falta, anulando y provocando la desaparición de los productores locales. En fin, tocando las puertas del comercio internacional, especialmente del que forma parte del submundo de los sobreprecios, de los bienes en remate ante la inmediatez de su inutilidad, como de la garantía del beneficio seguro en los llamados paraísos fiscales.

Como si fuera poco, se descuidó el mantenimiento y el funcionamiento de todos los servicios públicos, como electricidad, agua, salud, telecomunicaciones. Y, entre locuras y arrebatos de falsa sabiduría, se cambiaron los parámetros morales, para darle paso a una terrible oleada de delincuencia organizada, hasta terminar  convirtiendo al otrora  país rural en vías de desarrollo, en un territorio de alta peligrosidad. Tanta delincuencia existe, como proporcionalmente ha terminado siendo el pánico, el terror, los asesinatos, y la migración hacia otras partes del mundo de centenares de miles de ciudadanos valiosos, principalmente conformados por jóvenes en condiciones productivas, y adultos con capacidad de aportar experiencia, sabiduría y enseñanza.

Pero todo cambió súbitamente: el precio del petróleo; los ingresos provenientes de ese recurso energético; el panorama económico nacional e internacional. Además, han aparecido oferentes de otros recursos energéticos, al igual que causas ideológicas para cambiar el devenir económico global, y una recomposición de los entendimientos entre países competitivos con miras a la conquista de nuevos mercados.

En fin, se suscitaron razones de peso que hicieron posible que se acabara la riqueza proveniente del petróleo, al extremo de provocar que sólo se produjera el ingreso de 1/5 del volumen de dólares que permitía vivir de borrachera en borrachera; también de que se percataran  que se incurrió en el error de  no tomar previsiones para cuando no hubiera dinero, mucho menos para impedir que se hiciera presente la fealdad de la ruina.

Esa es la situación del otrora país que se creyó rico. Y que  debe someterse a  lo mismo que cuando, en el medio de la fiesta, se acaba el licor, la comida y los músicos deben retirarse, ante la posibilidad de que tampoco haya dinero para pagarle por sus servicios.

Se ha hecho presente el caos, que no es otro que el representado por: el hambre, el desabastecimiento y el delito organizado haciendo estragos. Ya no hay dinero para nada más. Si acaso para que emerja la expresión coloquial que reza el antiguo refrán de que "un viejito rico es gracioso, pero un viejito pobre huele mal". También para que los antiguos y grandes amigos se vayan sin saludar, o que, en el peor de los casos, ni siquiera quieran retratarse con el nuevo limpio de solemnidad, por aquello de que esa es una raya.

¡Lo increíble¡: los amos del poder que se autodenominan gobernantes, a la vez que no admiten el desastre y su responsabilidad en la generación de las causas que lo produjeron, tratan de afianzarse en el poder por la fuerza y el país, comprensiblemente, comenzó a convulsionar.

Por su parte, la población que se creía inmensamente rica, inicia el proceso  de darse cuenta que no lo era.  Y los hacedores de las mentiras, por su parte, señalaban a otros de haber creado lo que sucedía. Pero cunde el pánico y aparecen las protestas. La ciudadanía se empezó a organizar; despertaba de una pesadilla y de un engaño monumental. Y lo hace exigiendo que rueden cabezas. Las protestas pasan a ser miles, mientras que nuevas voces alzan su voz pidiendo cambio, a la vez que claman por paz, por no más violencia, y reclaman ejercer su derecho a elegir nuevos Gobernantes.

A esa población, le queda arraigada la convicción de haber aprendido la lección. Y esa no es otra que la referente a que la única riqueza legítima y verdadera, sólo es aquella que puede provenir del trabajo digno, decente  y  de la constancia.

El caldero quedó repleto y caliente, porque el final de este cuento aún no se escribe. Dios agarre confesados a gobernantes y a gobernados. Y al país que sirve de protagonista, sencillamente, que no haga del aprendizaje un hecho efímero, por aquello de que la ignorancia y la mala fe son actores de vida eterna.

Egildo Lujan Navas
egildolujan@gmail.com
@egildolujan
Fedecamaras
Fedenaga
Miranda - Venezuela
Eviado por
ebritoe@gmail.com

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